lunes, 7 de diciembre de 2020

- HOMES - (Susana Perol)

 Con homes coma ti                                                                                                                                   non faría falla un "Déjala que baile"                                                                                                        nin un 8M                                                                                                                                                   e tampouco bandeiras ó alza


Con homes coma ti
o feminismo
debería ser recoñecido
"patrimonio de la humanidad"

Con homes coma ti
a empatía deixaría de ser sustantivo
para ser matrícula "cum laude"
e igualitario, adxetivo
para ser V.O.

Porque ensináchesme a subraiarme
co mesmo lápis que tacho os erros
porque fas do medo
un camiño transitable
e todo vai saír ben
aínda que sexa mentira
e nesta travesía,
eres código postal, mapa e dirección
e no meu pobo,
Avenida.


Susana P.C.

lunes, 16 de noviembre de 2020

CORTEJO EN PELIGRO DE EXTINCIÓN (Javier de la Iglesia)

 Una vez más me asombra la incoherencia, y si me lo permiten, la estupidez humana. Siempre respetando todos los puntos de vista porque yo no estoy diciendo que mi opinión sea Palabra de Dios. Esto todo viene de una de esas tardes lluviosamente otoñales en que, pasando por la sala, resbalas y caes debajo de la manta en sofá, rozando, a causa de la caída, el botón rojo del mando a distancia. Resulta que la televisión se enciende en un canal en el que se está tratando un tema que capta tu atención, cosa extraña debido a los pocos contenidos interesantes, y a te quedas mirando lo que aparece en la pantalla, a riesgo de quedarte dormido pues al sofá y a la manta les encanta llamar por el sueño. No fue este el caso.

El tema tratar era: “Relacionarse en tiempos del coronavirus” y lo enfocaban a la parte del “ligoteo”, aportando datos de crecimiento en las citas virtuales ya que el covid 19 no nos deja salir de casa todo lo que quisiéramos. De esto se deducía que el virus está cambiando, entre otras muchas cosas, la forma de relacionarnos. Cierto. Y en este reportaje salía un chico (joven, guapo, mono y moderno él) que decía que, por culpa del coronavirus, se estaba perdiendo todo el encanto en la forma de ligar, que ya no se podía quedar en persona para hacerlo y lamentablemente el arte del cortejo estaba desapareciendo. Y pienso yo: hombre, el arte del cortejo creo que ya hace tiempo que se perdió cuando la gente empezó a relacionarse a través de redes sociales y aplicaciones propias para ligar. En este caso llamemos ligar a darle alegría y placer al cuerpo, cosa que es maravillosa que para eso lo tenemos y de ahí el refrán de “Lo que han de comerse los gusanos que lo disfruten los humanos” (Siempre he pensado que los refranes son la cosa más acertada y con más razón del mundo) A lo mejor soy yo que, y aunque suene a lo típico de “no es para mí, es para un amigo”, nunca he usado dichas aplicaciones para ligar, cosa que a lo mejor explica porque no tengo pareja pues soy de los románticos antiguos (como nos llaman a los que pensamos que el arte del cortejo no se debería perder) que piensan que el amor no se busca, se encuentra; aunque digan que esto ya no se lleva. Pero vamos a centrarnos, que me voy por las ramas y soy capaz de llegar a la punta de la copa del árbol.

Íbamos por las declaraciones de ese chico (joven, guapo, mono y moderno él) con las que estaba completamente de acuerdo y pensaba “hombre no soy yo el único rarito anticuado” hasta que llegó la pregunta que hizo que a los adjetivos de joven, guapo, mono y moderno él, tuviese que añadir el de incoherente.

La pregunta fue: ¿Tú usas aplicaciones de este tipo? Y va el chico, con dos pares de los que cuelgan entre las piernas y dice: “Siii, desde hace años. Uso…” y nombró cuatro o cinco apps, de las que seguro todo el mundo está al tanto pero a mí solo me sonó una, conocidamente famosa.

Y digo yo: a ver chico (joven, guapo, mono, moderno e incoherente él) lo tuyo es quejarse por quejarse, lo que nos viene pasando a toda la sociedad actual en la cual llevamos la queja por bandera sea por lo que sea. ¿Me estás diciendo que llevas años quedando con gente a través de internet al modo de “hora y lugar, a poder ser sin ropa interior ya, ni me digas tu nombre que paso de rayarme, y si es por videollamada mejor que así no me muevo de cama” que el virus está haciendo que se pierda el arte del cortejo? Permítanme que subraye, resalte y ponga en mayúsculas uno de los adjetivos: joven, guapo, mono, moderno e INCOHERENTE él.

Vamos a ver, a lo mejor soy yo el extremo, el que no comprende la sociedad y el antiguo (posibilidad más que certera) pero digo yo: antes que nos podíamos reunir en persona no lo hacíamos o solo se quedaba para los estricta y necesariamente placentero, y ahora que, debido a los momentos que vivimos es mejor usar “prácticas a distancia” y vernos con mucha mas precaución con la gente que no convivimos… ¿nos acuerda y nos entran las ganas de cortejar y ser caballerosamente románticos antiguos a lo: “No es verdad, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor”? ¡Pero si la poesía amatoria en las relaciones personales quedó olvidada para disgusto de los que nos llaman románticos antiguos y pasados de moda!

Esto me lleva a pensar, una vez más, que somos inconformistas y protestones por naturaleza. Que cuando podemos usar la poesía la consideramos una tontería y desfasada. Y cuando tenemos que usar el “aquí te pillo aquí te mato” nos acordamos y queremos usar la poesía. En fin, cada uno que viva como quiera que no es cuestionable y si disciplinariamente respetable. Esto solo fue incontinencia verbal ante un papel con un bolígrafo en la mano ante, lo que en mi personalísima opinión, es surrealista.

Yo me quedo con dos cosas: una serie de adjetivos como son joven, guapo, mono, moderno e INCOHERENTE él (que creo yo que se puede aplicar a toda la sociedad, no solo al chico del reportaje) y como no podía ser de otra manera con un refrán muy de nuestra Galicia: “Nin arre que fuxa, nin xo que se deite”


martes, 20 de octubre de 2020

PAOLO, CARMELO Y YO (Javier de la Iglesia)

 - Esta es la isla. Busqué. No es muy grande.

El nativo volvió a arrancar con aquella pequeña lancha dejándome en una roca de la playa de aquella pequeña isla cerca de Atenas. Solo yo parecía ser el único humano que pisaba aquel lugar. Salté de la roca notando como mis alpargatas se hundían en la arena bañada por el agua del mar Egeo. Estaba nervioso ante la posibilidad de encontrar lo que buscaba y hacía muchos años que no veía. Al fondo de la playa se veían las únicas casitas de la isla. No serían más de veinte o treinta. Todas pintadas de blanco y relucientes gracias el sol de la mañana que las bañaba con todo su esplendor. La brisa del mar parecía calmar un poco mis nervios. El ruido del mismo parecía ser la banda sonora que acompañaba a mis pasos cruzando la orilla acercándome a aquel grupo de casas situadas también rocas arriba. Las calles eran estrechas, en ellas se respiraba una tranquilidad excesiva que contrastaba mucho con los latidos de mi corazón.

Avance hasta el final sin atreverme a preguntar en ninguna de las casas. Pensé que si, pero una vez allí no me veía con tanto valor para hacerlo como había pensado. Me senté al borde del muro de piedra del final de la callejuela mirando al mar, como si este con su brisa pudiese darme el valor que hacía unos minutos había perdido cuando salte de la barca que me había llevado hasta allí. Bajé la cabeza en señal de abatimiento y más abajo, entre unas rocas vi una casa solitaria, pegada a la orilla, y en ella pude apreciar desde lo lejos algo que me devolvía tiempo atrás.

20 años antes:

Carmelo se acercaba con su inseparable colgante en forma de timón que nunca se sacaba en señal de su amor por el mar y los veleros en los que disfrutaba cuando su padre salía con él a navegar. Con él venían su sonrisa y su impuntualidad. Paolo y yo ya llevábamos vente minutos esperando. Siempre le regañábamos por llegar tarde pero la gran amistad que nos unía lo perdonaba siempre todo. Desde bien pequeños habíamos formado el trío inseparable, como si los lazos de la sangre nos uniesen a pesar de no compartir la misma. La luna aquella noche era excesivamente grande e iluminaba la madrugada de forma especial. Los tres nos habíamos escapado de casa sin el permiso de nuestros padres aprovechando que todos dormían. La agilidad de unos niños de once años nos había permitido saltar por las ventanas de nuestras casas de forma clandestina. Paolo sacó la llave con la única mano que le quedaba. La otra la había perdido en un accidente con tan solo siete años. Ahora llevaba una ortopédica. La llave era grande y relucía a la luz de la luna. Se la había cogido a su padre sin que él se enterase. La metió en la cerradura de la gran puerta del castillo del que su padre era agente de seguridad y vigilaba por el día en horario de visitas. La puerta se abrió y entramos, con el lógico miedo de tres niños de once años que quieren comprobar si son ciertas las historias que se cuentan en un pueblo sobre un fantasma que habita un castillo por las noches. Tras de nosotros la volvimos a cerrar encendiendo una vela que nos guiaba en la oscuridad hacia el balcón de la alta torre que daba al acantilado donde se decía que el fantasma paseaba por las noches.

Subimos las grandes escaleras del gran castillo medieval seguidos por Paolo que era quien controlaba la zona. Entramos en el salón donde estaba el gran ventanal. Allí se hallaba la armadura de hojalata en la que decían que se resguardaba el alma del fantasma durante el día y que por la noche salía a pasear por el castillo portugués. Decían que a las dos de la madrugada, el alma que pertenecía al joven príncipe en tiempos remotos y que se había suicidado tirándose por el balcón ante la marcha de su amada a América, salía allí a lanzar alaridos de dolor y sollozos ensordecedores mirando hacia el continente donde se había marchado la joven. Y allí nos hallábamos nosotros tres, en el balcón, en el punto exacto por donde decían que se había arrojado el príncipe y su alma se apoyaba cada noche entre lamentos de horror. Faltaban solo diez minutos para las dos de la madrugada.

Yo me apoyé en la gruesa barandilla de piedra mirando al fondo. El balcón se hallaba encima del acantilado y había demasiados metros hasta el agua, tantos que hacían que casi me marease oyendo el sonido del océano rompiendo contra las rocas allá en el fondo entre la oscuridad de aquella noche bañada por la luz de la luna llena. Entre la altura y los nervios de poder ver al fantasma mi cuerpo temblaba. A mi lado estaba Carmelo, tan muerto de miedo como yo pero cuando miré al otro lado Paolo no estaba. Cuando quise girarme para buscarlo vi detrás nuestra el casco de la armadura en medio de la oscuridad y de él emanaba un enorme grito que hizo que Carmelo y yo cayésemos en el suelo muertos de miedo antes de comprobar que era Paolo. Se había puesto el casco aprovechando que nosotros mirábamos la altura del acantilado para darnos el susto. Cuando nos levantamos los dos se quedaron mirando para mí. Me había orinado encima con el miedo a lo que Paolo reaccionó con una enorme risa burlona, la típica risa cruel de un niño de once años en la que tampoco hay malicia, pero yo me lo tomé tan a pecho que reaccionó mi rabia por mi y lo empuje lleno de frustración. Él se fue de espaldas contra la baranda de piedra del balcón, medio balanceándose entre el grito de horror de Carmelo. En ese momento mi instinto se fue hacia él para agarrarlo y evitar la caída. Lo cogí por la mano pero fue imposible. Paolo se precipitó al fondo del acantilado quedándome yo con la mano ortopédica de él entre las mías. Todo quedó en absoluto silencio. Solo el sonido del océano atlántico rompiendo contra el acantilado portugués sobre el que se erigía el castillo ponía el sonido entre las miradas de horror de Carmelo y la mía.

El ruido de una moto pasando por detrás de mí me devolvió al presente en aquella isla griega. Mis ojos seguían clavados en la casita del fondo junto a la playa. Había un camino hasta ella bajando entre las rocas. Lo recorrí recordando como aquellos dos niños de once años salían corriendo del castillo aquella noche hacia vente años. Horrorizados y sin contar nunca lo que había pasado, sin aclarar la versión que en aquellos años se había dado al caso diciendo que Paolo se había suicidado a los once años tirándose del acantilado pues el castillo estaba abierto y la llave puesta en la puerta. La llave que había desaparecido al padre de Paolo. Mientras recorría aquel camino de tierra que llevaba a aquella casita recordaba el camino de mi vida hasta entonces. Me había convertido en un ser taciturno y oscuro. Lleno de culpa y remordimientos aunque nadie supiese la razón. Solo una persona lo sabía, mi amigo Carmelo que siempre me había echado la culpa de lo sucedido. Nuestra relación nunca volvió a ser la misma desde aquella terrorífica noche. Yo no lo había empujado con intención de que cayese por el balcón pero Carmelo siempre había pensado que era yo el culpable de aquel terrible suceso, siendo cada día más fría nuestra amistad hasta que a los dieciocho años se había marchado del pueblo sin que nadie, incluso yo, supiese a donde se había ido, refugiándose del mundo.

Al fin llegué a aquella casa sin sacar ojo del gran timón que había colgando de la pared, al lado de la puerta que estaba abierta. Me quedé quieto mirándolo fijamente y acordándome de la cara de mi amigo años atrás.

Algo rompió mis recuerdos cuando un hombre, en el umbral de la puerta, me dijo algo en griego. Habían pasado los años por aquel rostro, bajo aquella barba, pero los rasgos eran los mismos. Me quedé mirándolo fijamente a los ojos, los ojos de mi amigo Carmelo que eran los mismos que años atrás. El también se quedó mirándome pero no me conoció. Volvió a decir algo que no entendí pues no sabía nada del idioma de aquel país. Metí la mano en mi bandolera y saqué la mano ortopédica de Paolo que había guardado durante todos estos años escondida. El rostro de Carmelo cambió por completo y me volvió a mirar a los ojos con los suyos llenos de lágrimas contenidas. Pero esta vez no era como las últimas miradas de odio que recordaba de él la última vez que lo había visto años atrás, esta vez en su mirada había recuerdos, cariñó y sobre todo una gran dosis de perdón.

martes, 13 de octubre de 2020

ROSALÍA,A LUZ QUE ALUMEA O NOSO AMENCER. (Andrea Mosteiro Sanxiao)

 Rosalía deixou un camiño cheo de luz, que inspirou a Varela Buxán na súa andaina como escritor.

Naceron en distintos lugares (Lamas e Santiago de Compostela) pero, as súas vidas son semellantes. Os dous tiveron unha infancia difícil e dura; chea de mudanzas cada pouco tempo. Por exemplo: De Lamas a Cercio e de Santiago a Ortoño.

Ademais, Manuel e Rosalía viviron fóra de Galiza, el en Cádiz e ela en Madrid . Tamén, era importante para eles, os países a onde emigraron os nosos devanceiros, amigos e amigas .Para Varela era Arxentina, onde marchou cun soño: escribir e representar teatro en galego. O soño cumpriuse, chegou a ter unha compañía de teatro.

Nas obras, non só transmitían alegría senón, que era unha forma de denunciar as inxustizas sociais, como facía Rosalía nos seus poemas .

Non podemos esquecer, que os dous apostaron polo noso idioma facéndoo vivir até os nosos días .

Por outra banda, as aportacións que fixeron a literatura foron moitas. Varela creando teatro e Rosalía maioritariamente, poesía .Teatro e poesía que levaron a nosa terra por bandeira, sempre amándoa e respectándoa ata o día da súa morte.

Para concluír, Rosalía deixou unha ventá chea de luz que fixo que, Manuel Daniel Varela Buxán seguira eses pasos inspiradores, que deixou a nosa musa.


Autora da imaxe: Rosa Cabanas

lunes, 28 de septiembre de 2020

MOTAS DE POLVO (Javier de la Iglesia)

 Las pisadas de la aristócrata eran silenciosas sobre los pisos de madera. Aguantaba de la larga y abullonada falda del traje, manteniéndola en alto para que la cola del vestido no hiciese el más mínimo ruido mientras se arrastraba. Bajó las escaleras con el mismo sigilo que caracterizaba aquel oculto periplo por el pazo. Una vez abajo pasó por detrás del sillón donde el marqués, su padre, descansaba después de comer. Desde atrás podía ver como su cabeza se balanceaba hacia adelante a causa del sueño, ese sueño que ahora la ayudaría a pasar más desapercibida. Abrió la puerta de entrada al pazo y salió al patío. Cerró con la misma clandestinidad que había mantenido hasta el momento. Soltó la voluminosa falda y el polisón del que partía la cola de su valioso vestido, acorde a la posición social de su rango, y torció a la derecha para ver si el gran portalón al final del paseo de los olivos estaba abierto. Se tranquilizó al ver que sí. Una suave brisa mecía las ramas de los árboles centenarios que formaban el majestuoso paseo de entrada al pazo, el mismo aire que agitaba los mechones de su semirrecogido. 

Volvió atrás, atravesando el patio de nuevo y resguardándose de las ventanas por si algún sirviente la veía desde dentro. Avanzó hasta la entrada a los grandes jardines, internándose en medio de la espesa vegetación de los mismos, típica y verdosamente gallega. Pasó por delante de pequeño y redondo estanque lleno de nenúfares recordando el que le había regalado hacia años el día que lo conoció, metiéndose en el agua para recoger una de las preciosas flores. Una pregunta le vino a la cabeza en medio de aquel recuerdo. ¿Por qué las bodas de la aristocracia siempre tenían que ser las acordadas para resguardar la posición social? En ciertas situaciones pertenecer a la nobleza no tenía muchas ventajas.

Siguió avanzando y subió las escaleras de piedra cubiertas por las grandes copas de los arboles de gran altura con el entusiasmo que caracterizaban aquellas escapadas, las cuales daban frescura a la vida tradicional y empolvada que llevaba hacia unos años. Mientras acababa de subir las escaleras y tomaba el camino de tierra que llevaba hacia su destino, recordó la primera mota de polvo que se posó sobre ella el día que la habían comprometido contra su voluntad. El peso de aquella pulsera ancha y antigua de platino y diamantes que le habían regalado se había multiplicado por mil sobre sus hombros.

Ella seguía su andar por el camino de tierra que aportaba humedad al bajo de su vestido y a la cola de éste gracias a que el sol no entraba entre la densa vegetación del jardín. Cada vez sus pasos eran más apurados a causa de la ansiedad que le provocaba la situación. Llegó al gran estanque, el de mayor dimensión. Los rayos del sol que entraban hasta el agua reflejaban en su cara acariciándola con su calor, el cual le había faltado mientras entraba, hacia ese mismo día cinco años, en la iglesia del pazo de la mano de su padre camino al altar para contraer, fríamente, un matrimonio que más convenía a la posición social que a su persona. La segunda mota de polvo.

Se paró para oír el croar de las ranas que se escondían alrededor del estanque o entre alguna de las plantas que nacían en medio del agua corriente que lo llenaba. Lo bordeó y tomo el camino de frente, pero algo la hizo parar en seco y retroceder. Alguien venia por el mismo sendero en dirección contraria a la que ella llevaba. Volvió hacia atrás y se sentó en uno de los bancos de piedra que había en sendas esquinas del estanque. Allí tomo una de sus armas de disimulo. Metió la mano bajo el banco y sacó el libro que siempre dejaba allí escondido. Cuando llegó uno de los jardineros, la encontró concentrada leyendo las viejas páginas. O eso creía él.

- Señora, disculpe que la moleste.

- No, tranquilo, no es molestia. Puede seguir con sus labores.

- Gracias señora.

- ¿Qué tal su niño, Inocencio? ¿Crece con salud? El otro día cuando su esposa vino con él fue la alegría de la tarde. Parece un angelito.

- Si señora, crece a buen ritmo. ¿Sabe una cosa? El otro día dijo papá por primera vez – dijo el jardinero henchido de orgullo.

- ¡Cuánto me alegro! Aproveche estos momentos, son la alegría de cualquier hogar – le dijo ella sintiéndolo sinceramente - Inocencio, hace calor. Vaya a la casa y tómese algo fresco antes de seguir con sus tareas.

- Gracias señora. – dijo el hombre mientras se encaminó hacia el pazo.

Ella se quedó sentada mientras lo veía marcharse bordeando el estanque y recordando la motita de polvo más bonita y feliz que había caído sobre ella desde el peso de aquella pulsera antigua: el nacimiento de su hijo, que quedaba jugando con su padre mientras ella se escapaba entre la espesura del gran jardín.

Cuando el jardinero desapareció por el camino que ella había recorrido hasta allí, volvió a guardar el libro en el escondite y esta vez cogió el camino de la izquierda que bajaba hasta el cañaveral. Una vez allí volvió a torcer hacia la derecha y bajo mientras empezaba a oír el ruido de la cascada. Se encamino hacia ella comenzando a ver aquel bonito salto de agua que formaba parte del río que atravesaba los jardines del pazo. Otra vez sentía esa frescura que le aportaba la naturaleza y contrastaba con sequedad de su alcoba en estos últimos años, una alcoba llena de motas de polvo.

Siguió el sendero que bordeaba el rio y por fin llegó. Al rincón que hacía que pudiese soportar el hastío de su vida que aparentemente era maravillosa ante toda la sociedad. Su respiración era apurada, no por lo rápido de su caminata ni el cansancio que esta le pudiese ocasionar sino por las ansias de ese momento esperado. Se apoyó en la mesita de piedra cubierta de musgo y suspiró hondo. Miró hacia el rincón de los helechos, al hueco en la roca donde salía el chorro de agua y por fin vio lo que le aportaba ganas de vivir, lo que la llenaba de amor desde bien joven, lo que hacía que pudiese soportar aquella vida de postureo que exigía su posición social. Su corazón se desbocó más aun a causa de la pasión, por todo su cuerpo empezó a moverse aquella sensación de calor que hacía que su estómago se encogiese al igual que aquel primer día que lo vio salir del estanque, mojado, para cortar aquel nenúfar que le había regalado entregándole con él todo su corazón y correspondiéndole ella con todo su amor. De detrás de los helechos salió él, con aquella sonrisa que hacía que ella se rindiera a sus pasiones, que dejase brotar todo aquel amor hacia su verdadero amante, el hombre que la amaba de verdad y que cada vez que la besaba en aquel rincón del jardín, el mundo se desvaneciese a su alrededor haciendo que la pasión que surgía de los dos provocase que se olvidara del mundo al menos por un rato y que la ayudaba a soportar su vida gris hasta la próxima escapada.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

PROMOCIÓN LIBRO UNA PROPOSICIÓN INDECENTE (María Jesús Iglesias)

 Rematar este libro, costou mais do que eu pensaba cando empecei a escribilo. O nacemento da saga “Amanecer contigo” foi todo unha casualidade, da que eu nunca pensei chegar a ter unha cuarta creación que verá a luz o día 28 de agosto, 5 meses mais tarde do que a xente pensaba que ia ser, pero bueno, a ver se é certo que o bo se fai esperar.

Empecei a escribir por casualidade, porque ninguén publicaba a historia que eu tiña en mente, entonces pensei que quizás podería facelo, pero non ca idea de que chegase a ver nunca a luz. Pero pouo a pouco e orientada por outros escritores, descubrin o mundo da autopublicación e da auto edición, e a venta a través de plataformas como Amazon. Tampouco esperei nunca ter a acoillida de toda esa xente que pideu este cuarto libro e que me di que o siga facendo, polo tanto mentras teña ideas, haberá que intentalo.

Eu que pensaba que ahora que tendo a miña oficina podería escribir nos ratos libres, pois por sorte non sei nin de onde saquei o tempo de escribir 376 páxinas de "Una Proposición Indecente”, porque eu no confinamiento foi cando mais traballei, non quedei nin un solo día na casa e a concentración e as ganas de escribir marcharon por completo debido a situación que vivimos. Pero por sorte, según fomos indo un pouco a mellor, todo volveu ó seu cauce, como a vida.

Polo tanto tocou escribir a historia de Enzo Romano e Eva Iglesias, non é a que a xente estaba esperando, pero Terán que agardar un pouco mais, a ver se a miña cabeza sigue tendo ideas para escribir.

Como sabedes moitos do grupo de A Estrada das Letras, eu non son de relatos cortos, nin de escribir pouco, polo tanto, como teño medo de contar de mais, deixobos co pequeño resumo que figura na contraportada.



UNA PROPOSICIÓN INDECENTE.

Enzo es un importante empresario italiano que ha llegado a Santiago de Compostela por negocios. Lo que menos se esperaba es que Eva, que vive inmersa en los numerosos trabajos a los que debe atender, terminaría rascando de forma fortuita su flamante Ferrari, su posesión más valiosa. Lo que los lleva a una discusión que terminará con la presencia de la policía.

Ella no es plenamente consciente de la importancia de este incidente, que la llevará a viajar a Nápoles para testificar en un juicio. Los problemas económicos de su familia le impiden pensar en otra cosa que no sea terminar por fin su carrera y trabajar, ya que se acerca de forma inminente la fecha en la que deben devolver una cantidad importante de dinero.

Enzo Romano posee lo que la familia de Eva necesita, lo que los lleva a que él le haga una proposición “indecente” que la hace sentir muy ofendida, pero… ¿aceptará? Todo esto mientras vive en la incertidumbre de si será una de las elegidas como recepcionista para el “Hotel del Peregrino”, situado en el centro de la ciudad y que recientemente ha cambiado de gerencia.

¿Y si este hombre es quien menos te esperas y termina complicándote la vida una vez que has conseguido el puesto de trabajo con el que siempre has soñado?

lunes, 31 de agosto de 2020

O TRATO (Ángeles Madriñán)

 Pendurado dun cravo enferruxado hai un almanaque. Corre o mes de setembro de ano oitenta e un. Esa é a data da miña morte. A cociña é cativa e o meu pai é un home grande, cando el entra enche o espazo. Acéname co queixo cara o improvisado caxato que teño nunha esquina e dime “colle o pau, nena, que imos queimar rastrollos”. El xa arrombou todo o que precisa, uns mistos, barazas e unha fouce. O predio linda co monte de Mouroces, máis aló xa non hai prados, só lendas e tempos fuxidos. Este ano tiña unha boa colleita de trigo, chamamos a máquina de segar que teñen os do Roque, aínda que é un trangallo vello, cobra moito menos que a que teñen os da cooperativa, o malo é que non sega a rentes do chan e quedan uns rastrollos altos e agubiados que mesmo cortan as pernas, hai que andar con xeito para non se rabuñar. Meu pai saca do peto unha navalliña co gume moi afiado e corta xestas e codesos e con eles fai uns brazados que ata coas barazas que trouxo da casa, e dame a min a máis lixeira –colle e ponte detrás de min- advírteme. Risca os mistos e achégalle o primeiro a cana do trigo seco, que prende deseguida, e nuns segundos xa o lume se fai cargo dos rastrollos. Nos esculcamos cara el, coma sentinelas, mirando en fite coa vasoira envaiñada por se o inimigo quere saír do leito, “ ó lume hai que lle ter sempre moito respeto” di o meu pai.

Pero de súpeto o lume colle corpo, érguese violento e préndeme no pelo longo. Sinto arrepíos, o meu pai apágao coas mans e cheira a chamusco e a pel queimada. Estordigo. No ceo grallan as pegas coma preludio dunha pulsión sombriza que nos quere arrecantar nese curruncho. Collemos medo, e batemos con tódalas nosas forzas coas xestas, damos bategadas rabiosas na terra impando co esforzo, petamos. As labaradas non retroceden, estamos perdidos, non vemos máis aló dos nosos corpos, só cinza, terra, e un nó no gorxo. Bagoánnos os ollos.

Penso que o que está a pasar non é real, un pesadelo. Quéimome… de seguro que hai inferno… é este. Dun empurrón o meu pai sácame do ensimismamento e berra con desesperacion “ fuxe, vai pedir axuda, marcha e non mires atrás”. Non reacciono. Acanéame e mírame dun xeito aterrador, “ bule, axiña, tes que saír de aquí, tes que ser ti porque corres coma unha lebre”. Fágolle caso, lisco, xa estou lonxe do carril de entrada, pero hai un presentimento que me morde, dubido en deixalo alí e viro a cabeza, non está só…berran… algo…alguén… tremo. Unha silueta negra, non sei, se cadra é o medo…, e corro, corro, corro canto me dan as pernas, levo as zapatillas queimadas, cheira a goma ardida. As pedras máncanme os pés por baixo, non paro, sangro, pero non me doe. Peto forte co trinquete na portada da primeira casa, abren, fáltame o alento para falar, pero o verme xa saben o que sucede, - ¿onde é?, pregúntame Manuel de Darío, “en Portalaxosa”- aclárolle cun fío de voz. Sigo de porta en porta, e unha recúa de mulleres con sachos, fouces, rapaces con xestas, homes que prenden os tractores e enganchan as cubas diríxense cara o regato do muiño para cargar auga. Repenican as campás, tocan a lume. Faltánme as forzas, non salivo e machigo boralla. A última casa é a nosa, tropezó coa miña nai, que sae coma un lóstrego e revísame o corpo coma se me faltara un anaco, bícame na fronte e somos dúas máis na correntada de xente que bule en dirección ao incendio.

Xa chegan. Atacan o lume dende varios puntos. A auga sae cunha presión salvadora, os peóns apagan os restos nos comareiros, abren regos para facer cortalumes, os rapaces reparten porróns para darlle de beber a todos, a calor abrasa. Busco ao meu pai nese balbordo, enceréllome entre tanta xente, non está…penso no que vin, no que sentín o cómeme o medo. De socate danme os ollos nel, sentado no marco que hai contra o monte, ten os cóbados nos xeonllos e coas mans aberta suxeita a face descomposta e escura. Chora coma un neno, e eu apértoo coma se fora grande. As bágoas abren regueiros claros na pel, escorregan polo pescozo. Non falo. El cala derrotado, e nese intre sei que este ía ser o día da miña morte e que só un trato me acaba de librar dela. O trato dunha vida a cambio doutra. Se ves a morte como eu a vin, saberás que nunca marcha coas mans baldeiras.

A noitiña soan de novo as campás, pero agora tocan a defunto.-


Nota da autora.

 Este relato obtivo un accésit no I Concurso de Relato Curto Agustín Fernández Paz convocado pola Facultade de C.C. da Educación da Universidade da Coruña no ano 2018.-

O meu agradecemento ao xurado que premiou este relato por canto significa para min o que aquí relato. A realidade ás veces dase as máns coa ficción para ser contada. Non podería ser doutro xeito.

lunes, 17 de agosto de 2020

MÁS CERCA DE LO QUE PENSAMOS (Javier de la Iglesia)

 La fría niebla de Londres era más espesa esa mañana. O por lo menos parecía serlo cuando Lady Sarah abrió el portalón del cementerio y apreció que casi no se veían las lápidas aquel día temprano. El chirrío del portal y la fría temperatura del alba acompañados de la visión del cementerio envuelto en la espesa bruma, hicieron que todo el cuerpo de la joven retemblase, incluidas las flores que sostenía en su mano. Volvió a cerrar el portón y se hizo paso entre la frialdad de la niebla que parecía calarle hasta los huesos haciendo que todo su cuerpo se encogiese bajo el luctuoso vestido. A medida que avanzaba podía ir vislumbrando las tumbas, nichos y estatuas funerarias que, delante de sí, parecían ir saliendo del medio de la nebulosidad; pero si echaba la vista atrás parecía que aquellas lápidas que había visto hacia unos pasos desaparecieran entre lo que parecía ser un denso humo blanco.

La tumba de su hermana gemela estaba al fondo del camposanto. Tan solo hacia unos días que reposaba allí, en su última morada. Era la primera vez que Lady Sarah iba a visitarla desde hacía seis días que la habían enterrado. El silencio era sepulcral. Solo se oía un leve vientecillo que movía las ramas del ciprés bajo el cual estaba el sepulcro de su hermana. Al llegar se arrodilló pues la tumba era una losa baja en la cual rezaba el nombre de Lady Kate. Colocó el ramito de lilas blancas y hiedras que llevaba en su mano sobre la lápida y se quedó rezando por el alma de su gemela que había despedido hacia pocos días, después de una larga y agonizante enfermedad.

Envuelta en rezos y recuerdos estuvo allí un buen rato, tanto que la niebla empezaba a disiparse a pesar de que el sol aquella fría mañana no iba a hacer acto de presencia en el cielo londinense. Todos los recuerdos que la arropaban hicieron que una lágrima escapase de sus ojos desatando un caudaloso llanto que siguió.

De pronto algo la asustó. Un calor sobre el hombro. Una mano que se posaba en él la hizo saltar y darse la vuelta cortándole el llanto de forma brusca a causa del susto pues pensaba que no había nadie más a aquellas horas tempranas en el cementerio. Se quedó mirándolo de forma fija y con los ojos demasiado abiertos en una cara empapada por los lloros. No podía articular palabra a causa del sobresalto. Delante de ella se hallaba un hombre ya entrado en años. Muy elegantemente vestido, de pelo cano muy arreglado al igual que la barba. El largo abrigo gris lo hacía parecer más alto y delgado de lo que ya era. En la mano llevaba un sombrero de copa. Parecía sacado del siglo pasado

- Disculpe señorita mi intención no era asustarla – dijo mirando a la inscripción de la tumba - ¿Un familiar?

- Mi hermana – dijo la joven una vez consiguió articular palabra después de respirar hondo.

- Comprendo su dolor. La vi muy afectada y solo quería darle un poco de consuelo.

- Murió la semana pasada, es la primera vez que vengo a traerle flores y no me pude contener – explicó Lady Sarah ya un poco más tranquila.

- La pérdida de un ser querido nos afecta en demasía y más si estamos muy unidos a él. Pero no se preocupe joven- dijo el caballero sacando la vista de la tumba para posar sus ojos en los de la chica mientras le hablaba – le aseguro que la mano que se posó en su hombro hace unos minutos bien pudo ser la de su hermana y no la mía. Siempre están más cerca de lo que nosotros pensamos. Nunca nos abandonan. Palabra de Lord Arringthon.

Y diciendo esto se puso el sombrero saludando con la cabeza cortésmente y se dio media vuelta andando entre los demás mausoleos, perdiéndose entre la niebla que aun no se había disipado del todo.

Lady Sarah se frotó los brazos en medio de un sensación extraña mientras miraba como se alejaba y preguntándose cómo era que sabía que la tumba era de su hermana si no se lo había dicho ni ella lo conocía. Lo que había empezado como un intento de consuelo había acabado con una especie de temor que recorría su cuerpo de arriba abajo. Volvió a mirar la losa bajo la que descansaba su hermana muerta secándose las lágrimas que habían quedado perdidas por su rostro y se dio media vuelta también para marcharse.

Volvía a caminar entre tumbas pero ahora se veían más claramente pues la niebla ya no era tan densa. Llegando al portal de entrada al cementerio, algo que había visto de reojo la hizo volver atrás para fijarse más en lo que acababa de ver. Delante de ella había un nicho con una foto. Una foto en la que estaba el mismo hombre que hacía unos minutos le había puesto la mano en el hombro y le había estado hablando. Ante la incredulidad, Lady Sarah se acercó más a la foto para comprobar que sus ojos no le estaban jugando una mala pasada. ¡Era él! El mismo hombre de hacia unos minutos. Con el mismo sombrero de copa que llevaba. Bajó un poco la vista y leyó la inscripción con el nombre: Lord James Arringthon.

Se separó de un salto hacia atrás. Se quedó mirando fijamente a la foto y de nuevo volvió a leer el nombre de la placa comprobando que no se había equivocado: Lord James Arringthon. Acompañado de la fecha de la defunción hacia ochenta y dos años atrás.


lunes, 3 de agosto de 2020

FOTOGRAFÍA FINAL (Javier de la Iglesia)

Madrugada del 17 de julio de 1918

Casa Ipátiev (Ekaterimburgo)

Aquella noche escuchaba un poco más de ajetreo por los pasillos que de costumbre. Las chicas estaban plácidamente dormidas (dentro de lo posible) pero yo advertía que había más movimiento. Algo en el estómago, posiblemente los nervios, hacían presagiar algo malo. Y es que desde la abdicación del Zar, hacía poco más de un año, los nervios habían estado de punta ante tanta incertidumbre vivida. Y yo había acompañado a la familia imperial de un lado a otro en esta especie de cautiverio carcelero nómada. Pero este último destino era el peor. Desde que nos destinaran a esta casa casi no habíamos podido respirar aire fresco como lo habíamos hecho en los anteriores encierros. Era agobiante estar casi todo el día en la habitación con las hijas de sus majestades imperiales, las grandes duquesas, si es que aún se le podía calificar con dichos títulos. Sólo nos dejaban salir a alguna estancia del interior de la casa que era cuando se podían ver con sus padres y su hermano, el Zarévich Aleksei, que cada día que pasaba tenía un aspecto más enfermizo a causa de la hemofilia, la maldita herencia que le venía dada de su madre la Zarina Alejandra, al igual que se había instaurado en varias de las casas reales, venida de Inglaterra y heredada gracias a las muchas nietas de la reina Victoria que habían acabado reinando en casi toda Europa. El pobre niño se alojaba en la habitación de sus padres, sobreprotegido, pues desde que asesinaran a Rasputín, sus majestades imperiales no habían respirado tranquilos ante la maldita enfermedad. Ellos habían depositado en el místico una fe inconcebible pensando que, gracias a su influencia y sus aparentemente milagrosas curaciones, la hemofilia de su hijo había mejorado.

La situación en estos últimos tiempos se me hacía insoportable. De sirvienta de la familia imperial había pasado a ser prisionera con ellos. Me levanté, pues mis nervios aquella noche no me dejaban dormir. Me acerqué a la claridad escasa que provenía de la luna a través de la ventana, muy escasa porque hasta nos habían pintado los cristales con pintura blanca para no poder ver al exterior. Me giré y miré a las jóvenes dormidas. Atrás quedaban sus largas melenas que habían tenido que rapar por un brote de sarampión.

De pronto se abrió la puerta bruscamente lo que hizo que las chicas pegaran un salto en los colchones. Apareció el comandante y me ordenó:

- Ayúdales a vestirse. En media hora todo el mundo preparado.

Y sin dar más explicación salió cerrando la puerta de golpe. Mis nervios ya lo presagiaban. Esto no era una buena señal. ¿Qué pasaría ahora? ¿Un nuevo traslado? Me arreglé rápido mientras las niñas se ponían sus vestidos con los corsés donde habían cosido sus joyas, escondiéndolas por si en algún momento fuese posible una huida. Estaban tan nerviosas como yo, aunque no lo demostrase diciéndoles que se tranquilizasen que seguro sería un traslado a otro lugar. Después de las ultimas revoluciones, Rusia no respiraba tranquilidad. Y yo tampoco. Esa misma mañana había oído de la boca de unos soldados que habían asesinado al hermano Zar destronado, el Gran Duque Miguel.

Tan pronto como pudimos salimos al pasillo. El Zar y la Zarina ya estaban esperando acompañados del niño. También estaban el médico y el cocinero que, como yo, habían acabado

prisioneros con la familia imperial. El comandante nos ordenó ponernos en marcha hacia abajo. El Zar Nicolás pidió explicaciones y brevemente dijeron que nos iban a trasladar, pero antes iban a tomar una foto de familia en el sótano. Nos empujaban por los pasillos en semipenumbra para apurarnos el paso. Dos de las hijas iban agarradas a mí y podía notar como temblaban. Yo también. Aquellos traslados me ponían los nervios de punta.

Llegamos al sótano y nos ordenaron meternos en una de las habitaciones con las paredes estucadas. Es cuarto estaba libre completamente y solo alumbrado por la bombilla que colgaba del techo, tenuemente. Alejandra, la Zarina, protestó diciendo si ni siquiera había sillas en la que se pudieran sentar. Trajeron dos. El Zar Nicolás, que sostenía a su hijo en brazos al igual que en todo el trayecto desde la habitación hasta allí, sentó al niño en una de las ellas y la otra la ocupó su esposa. Más adelante se puso él de pie y detrás de su madre las cuatro hijas de pie igualmente. A nosotros, el médico, el cocinero y yo, nos mandaron ponernos también. Nos colocamos detrás del Zar y de la silla del Zarévich.

Cuando estábamos acabando de colocarnos entraron todos. Mi corazón se aceleró de manera galopante. Eran doce y capitaneados por Yurovski. ¿Tanta gente para hacernos una foto? Las princesas se miraron entre sí y recuerdo la mirada de Anastasia, que después de mirar a sus tres hermanas, me miró con el horror plasmado en sus ojos. Yurovski se adelantó mientras los otros once se colaban en frente nuestra. Todo iba demasiado rápido. Se puso delante del Zar y le dijo;

- Sus parientes europeos continúan con la ofensiva contra la Rusia soviética. Ante esto el comité ejecutivo de los Urales ha decretado su fusilamiento.

El Zar movió la cabeza en movimiento de negación. Miró hacia atrás a su familia que estaba totalmente paralizada por el horror ante lo que acababan de escuchar. Mis piernas empezaron a temblar y sentí como algo caliente bajaba por mis piernas. Mi orina. Me cogí las manos contra el estómago. Todo fue cuestión de segundos.

- ¿Qué? ¿Qué? – alcanzó a decir el que fuera su majestad imperial de Rusia hasta hacia poco más de un año.

- Que el pueblo ruso lo ha condenado a muerte.

Y diciéndole esto de sacó un revólver rápidamente de su cintura y le disparó a quemarropa, cayendo el cuerpo de Zar al suelo desplomado ante todos nosotros. Y en ese mismo tiempo los once de atrás, el pelotón de fusilamiento, sacaba sus armas y nos apuntaron. La zarina empezó a ponerse de pie ante los gritos de las hijas y los míos, pero no lo logró pues recibió un disparo en la sien cayendo desplomada también. Bajo mis pies había un charco. Yurovski se acercó al Zarévich Aleksei, sentado justo delante mía y le disparó dos veces sin dejar que se levantase de la silla. Sentí como me salpicaba la sangre en mi cara. El ejecutor se apartó rápidamente y empezó la oleada de disparos. Yo me tiré al suelo. Note un impacto en mi brazo y encima de mi cayeron heridas dos de las princesas. La cabeza del médico, totalmente cubierta de sangre y pólvora, acabó apoyada en mis rodillas. Éramos un amasijo de cuerpos humanos. Los disparos cesaron. El olor a la pólvora era penetrante y mis oídos quedaran muy resentidos ante el ruido atronador de los disparos del pelotón de fusilamiento. Las chicas estaban heridas, pero no muertas. Las balas impactaran contra sus corsés llenos de joyas cosidas y habían hecho de chaleco salvavidas. Aparté al médico de encima de mis piernas y las dos chicas que cayeran encima de mí se removieron entre quejidos y lamentos, salpicadas por la sangre de sus propios padres y la que emanaban algunas de las heridas. Conseguí ponerme de pie tambaleándome y vi a varios de ellos dirigirse a las princesas para rematarlas a bayonetazos en el suelo. Yo pude moverme hacia la esquina saltando los cuerpos del médico y el cocinero. Un disparo vino hacia mí y pude esquivarlo notando como la bala se hundía en la pared gracias al estucado. Corrí hacia la otra esquina, pero tropecé con un revolver que me apuntaba directamente en el corazón. Me quedé helada y paralizada mirando a la cara del asesino y en cuestión de segundos oí el disparo que percibí entrar hasta el interior de mi pecho. Sentí como me desplomada en el suelo y lo último que vieron mis ojos una vez impacté con las baldosas fue a la familia real rusa echa un amasijo de cadáveres en el suelo, la que daba fin a la dinastía de los Románov. Después de eso mis pupilas se apagaron para siempre.

lunes, 13 de julio de 2020

ME GUSTA EL PAN (Mónica Graña)

Me gusta el pan, 
las migas de pan
y los planetas lejanos.

Me gusta la miga de pan,
el campo y los aguaceros.

Me gustan las sonrisas
de los niños sinceros,
el pan con queso
y la miga sola.

Me gustan las migas de pan
que traen palomas 
y los vuelos de las palomas,
que se asoman
a robarte la miga.

Me gusta el pan
y los sábados por la tarde;
con agua y migas,
con pan y naranjas,
con palomas cerca,
y con miga de pan.

Mucha miga de pan.

lunes, 29 de junio de 2020

A CITA (Ángeles Madriñán)

—Ti a que pensas que viñeches aquí, non te fagas a parva agora — dio ao tempo que a suxeita con forza. Unha man na cintura e outra na caluga. Sen escapatoria. E o bico tan desexado semella unha imposición. A lingua rastrexa nas enxivías. Está acurralada . Nas poutas.

No rostro do rapaz debúxase unha mestura de impaciencia e excitación. Unha determinación forte que ela nunca vira antes. E decatándose do que sucede, el quere suavizar a orde e levanta unha man baixándolla polo pelo longo, deslizándoa con coidado para que o xesto desvirtúe a dureza do reproche. Pero ese aceno non é convincente .Non serve para borrar o medo que prendeu nela. A intuición que a fai recuar un paso cara atrás, a escasa distancia que a separa da porta do pequeno baño, e coas mans ás costas, como sen querer anunciar a súa intención busca ás apalpadas coa punta temblorosa dos dedos o pecho. Non sabe se aínda está a tempo de dicir que non, pero repite un feble — non, non— Está pálida. Treme visiblemente, sentíndose en certo modo culpable do encerro. Foi a ata alí voluntariamente. —Mira que son parva— pensa para si. Un repentino pudor fai que arranxe a roupa . E nun segundo vírase e sae correndo provocando estrañeza no seu acompañante e entra no salón ateigado, avanzando entre os corpos entrelazados sen facer caso as poucas miradas que reparan nela. No seu torpe e apresurado avance guinda unha silla e apiques está de caer o chan porque está moi esvaradío. Unha pátina de cervexa, xenebra e refrescos verniza a baldosa. Xa na rúa o frío da noite acoitélalle a ferida, é o vómito ábrese paso implacable. @loboferoz virtual, guapo. Quedaran para coñecerse. A festa rematou Carrapuchiña.

martes, 23 de junio de 2020

PUNTO DE PARTIDA (Javier de la Iglesia)

La inhalación fue profunda y muy ruidosa a medida que me incorporaba en la cama quedando sentado solo por unos segundos, pues no se ni como, me vi de pie en el suelo, descalzo y respirando muy hondo y rápido, totalmente agotado. Estaba mareado y ni siquiera distinguía lo que había a mi alrededor porque mi visión era borrosa. Me costaba mantenerme en pie, pero lograba conseguirlo. De sopetón un sudor frío envolvió húmedamente todo mi cuerpo. Demasiado frío. Ahí fue cuando me di cuenta que estaba desnudo. Me abrazaba a mí mismo para combatir la tiritona mientras en medio de mi borrosa visión empezó a aparecer un diminuto punto muy brillante y de él emanaba una luz potente que era lo único que conseguía ver en ese mismo instante.

Una voz susurrada me llamaba. “Ven” me decía, pero yo estaba un poco aterrado, aquella sensación me producía más miedo que otra cosa. Todo era borrosa incertidumbre. Negrura en la que me veía sumido y solo aquel punto brillante al final.

Mis pies empezaron a sentir aquella sensación, como cuando estás en la orilla y el agua del mar se lleva la arena bajo tus pies hacia el interior del océano. Pero allí no había agua por ningún lado, es más, casi ni podía verme los pies a causa de la tenebrosidad, pero sentía como si la resaca me arrastrase mar adentro, hacia aquel punto brillante que se hacía un poquito más grande a medida que me acercaba sin mover los pies. Como si una fuerza invisible me empujase sin yo quererlo, una fuerza invisible que tenía por banda sonora ecos de voces que iban y venían, que se superponían, que a pesar de ser casi susurros rebotaban en mis tímpanos haciendo que me echase las manos a la cabeza para mitigar el dolor que me producían. Algunas de esas voces se me hacían conocidas, pero no era capaz de distinguirlas. Todas me decían lo mismo: “Ven”

Sentía un profundo y agobiante miedo. Quería despertar de aquel sueño, gritar, pero era imposible, parecía que mi cerebro se paralizara en ese punto y me torturaba haciéndome sentir todo lo que pasaba a mi oscuro alrededor sin poder hacer nada al respecto. Aquella oscuridad se estaba clareando cada vez más pues el punto brillante se hacía grande dejando pasar luz a través de él. Y con esa luz venían las caricias acompañadas de las voces que seguían incesantes llamándome. No podía ver nada, pero sentía manos suaves que me acariciaban por todo el cuerpo, arropándome y dándome un extraño calor cada vez que en mi piel se posaban esos roces placenteros que disipaban la humedad de mi frío sudor.

Tuve que empezar a entornar los ojos porque la claridad que venía de aquel punto que cada vez se hacía más y más grande me empezaba a molestar. Notaba que la velocidad con la que avanzaba sin mover los pies era cada vez mayor. Aquella fuerza que se había apoderado de mi me llevaba veloz hacia la luz. Llegó a un punto que todo fue caos. La velocidad, las miles de voces como venidas de los antepasados y las caricias invisibles que daban calor a mi cuerpo, aquella luz que aumentaba en proporción al tamaño del punto que se agradaba por segundos y… todo cesó. La sensación era inmensamente placentera. Me notaba flotar rodeado de una luz cálida y silenciosa en la que me vi envuelto de repente, que no me dejaba ver nada más allá, al igual que la negrura de hacía unos segundos. Pero ahora no era agobio. Era placer, libertar infinita, mucha luz, la temperatura perfecta que mi cuerpo desnudo disfrutaba suspendido en aquella ingravidez era inexplicable con palabras. Mi alma nunca había sentido tal sensación dando vueltas en el aire movida por una fuerza ajena a mí.

Pero todo fue muy efímero. En una de esas vueltas volví a ver un punto. Pero esta vez era negro. Un punto al que aquella fuerza me acercó en cuestión de segundos a la misma velocidad de un rayo. Un punto que se hizo también grande de nuevo y que me tragó, volviendo rápidamente a la oscuridad de antaño llena de voces y frío que poco a poco volvieron a desaparecer hasta llegar otra vez a la habitación. Al punto de partida. Pero esta vez no estaba mareado y podía verlo todo con más claridad, pero en absoluto silencio. Ahora no podía oír, pero si ver la pared blanca frente a la que me hallaba y que nunca antes había visto. Levanté la cabeza. El techo también era desconocido y tan blanco como la pared. Me giré lentamente sobre mis pies descalzos y pude ver lo que había tras de mí. Alrededor de una cama de hospital estaban varios médicos afanándose en su urgente trabajo. Había manchas de sangre en las sabanas y en alguna de las batas de los doctores. Encima de la cama una persona ensangrentada sobre la que luchaban los sanitarios. Nadie parecía haberse percatado de mi presencia allí. Me acerqué con cautela y cuando lo vi me desplomé de manera súbita. El cuerpo accidentado sobre la cama era el mío.

El ruido empezó a sonar de lejos otra vez. Pero ahora no eran las mismas voces de antes. Se oía ajetreo y varias personas hablando. Las caricias de antaño se tornaron en comprensiones sobre mi pecho y las voces se acercaban cada vez más. La luz fue llenando mis ojos poco a poco a medida que los iba abriendo y el dolor empezaba a notarse en todo mi ser. Cuando por fin la luz inundó mis pupilas pude ver, casi encima de mí, a los médicos que resoplaron de satisfacción cuando uno de ellos dijo: “Lo tenemos”

lunes, 15 de junio de 2020

CAIXEIRA REPOÑEDORA (Ángeles Madriñán)

Hoxe traballou máis horas que un reloxo. Sae do supermercado e ata lle pesa o bolso que pendura dun ombreiro con desgana.

O día esmorece paseniño, a primavera alonga a luzada e o aire ventea desapracible. Arrefriou moito e a ela ládranlle os pés coa friaxe e as medias de compresión non evitan esa dor punzante nas pernas grosas e varicosas. Xa non é unha rapaza e os anos ben se sabe que non perdoan.

Facer xornada dobre é opcional segundo para quen. Xurxo quedou sen traballo. Como vai dicir ela que non, cando o único soldo que entra na casa é o seu. Camiña de vagar desfrutando o silencio da vila. Bota a man á caluga e refrega nela porque lle parece que ten unha contractura que non se pode permitir agora mesmo. Nese aceno, baixa a cabeza e danlle os ollos nunha presa de luvas usadas. Alguén as guindou na beirarrúa con despreocupación, coma quen baleira as cabichas dun cinceiro cando vai ao volante, sen reparar en que é unha porcallada. Ou mesmo reparando, que de todo hai no mundo!. Xente fozona, incívica que colabora para que aumente o quefacer dos varredores.

-Xa virá quen os limpe- matina ela con carraxe. Non atura a esa xente que trata aos demais con desprezo. Que luxan para que outros teñan que limpar.

-Por enriba de porcos, mofistas- di malhumorada.

Rebusca nos petos do abrigo a chave do coche. Faino como se unha doenza lle impedirá moverse a un ritmo normal. Séntese moi cansa, ralentizada. Cada día cústalle un chisquiño máis enfrontarse ó mundo. A abulia turra dela cara atrás. Terá que lle aumentar ás pílulas, xusto agora que empezara a baixar a dose.

-Merda de bicho- bisba para si.

Leva todo o día coas lentes embazadas. Coa máscara posta, o bafo apousa todo aí, dificultando o seu campo de visión. Non pode pararse a limpalas cada pouco e non se debe tocar a face. Ás veces, máis que ver intúe os produtos que se moven na cinta cara ela. Amoreados ou en ringleira, segundo a habilidade do cliente. Sabe a cegas onde vai o código de barras de cada un. Pásanlle centos polas mans. Un tras outro, sen descanso, na eterna procesión do santo consumo.

Dende que empezou todo isto non consegue durmir ben. Pecha os ollos e segue escoitando o clic-clic das tarxetas de crédito no datáfono. A música da megafonía soa insistente nos soños. Non lle dá tregua.

- Elena, tiene una llamada. Din, don

- Marité, a carnicería. Din, don

- Lola, a caja cinco. Din, don.

O altofalante ceiba ordes de contado. A encargada anda diario á fume de carozo. As vendas multiplicáronse. Ninguén a culpa, tamén ela cumpre ordes.

Sobe ó coche. Bota o bolso para o asento traseiro e arrinca. En dez minutiños estára na casa. Preme o botón da radio pero deseguida a apaga, porque o noticiario lémbralle o que está farta de oír. Só quere recuperar a súa vida. Ver a súa nai, que está soa cos seus noventa anos ás costas. Só quere quitarlle a tristura a Xurxo, que leva sen tirar a barba máis dun mes. Soamente quere bicar os seus sobriños e mercarlles trapalladas.

Ela non escolleu ser esencial, nin heroína, nin deixarlle as bolsas no rechán da escaleira a quen tanto quere. Fai o seu traballo como fixo sempre. É cumpridora. Só precisa unha aperta e deixar de chorar cando o semáforo cambia de vermello a verde sen que ela se decate. O único coche que ten detrás pita insistentemente. Como se fora a algures, cando o mundo está parado. A caixeira-repoñedora esencial tarda en reaccionar uns segundos. Mentres o condutor do Mercedes GLC branco manobra con xenio e cambia de carril, deixándoa atrás cun aceno desprezativo acompañado dunhas verbas que non chega a escoitar, pero case podería repetilas sen temor a enganarse. Antes de chegar ao cruzamento coa rúa Castelao o home xa baleirou as cabichas pola ventá do coche. A cinza voa lixeira coma unha bolboreta negra, semella o suspiro de Lola o dicir con tristura. -Merda e merda!-. Ó tempo que preme o botón do limpaparabrisas que zurricha auga para limpar o po que quedou apegado ó cristal dianteiro

lunes, 1 de junio de 2020

MOZART INVISIBLE (Javier de la Iglesia)

El hall del Magnun era asombroso. Lujo y opulencia parecían definirlo. La recepcionista vino hacia mí y me preguntó el nombre para confirmar que estaba en la lista de invitados.

- Valentina Greesly, de Marylin Monroe.

Así me había dicho mi viejo amigo Reinaldo que me presentase. Con mi nombre y el de la cantante que eligiese. De esa manera se registraban todos los invitados. La recepcionista anotó y me condujo al gran salón del hotel donde se celebraba la fiesta. Abrió la puerta y me hizo pasar deseando que disfrutase de la velada.

¡Qué maravilla! Siempre me habían gustado las fiestas temáticas y Reinaldo siempre hacia una el día de su cumpleaños. Este año la temática elegida era cantantes o personajes relacionados con el mundo musical. Desde la puerta vi a un montón de gente caracterizada. ¡Anda! también había venido el presidente, como Sinatra. Era íntimo amigo del cumpleañero.

Bob Marley, Tina Turner, Celine Dion, The Weekend con su característico pelo, Marilyn Manson con su ojo blanco, Dita von Tees…. Y como no, el anfitrión vestido de su favorito: Elvis. No podía ser de otra manera. Todo un clásico. Todos mis amigos estaban bajo esos personajes, pero mi atención la cautivó un hombre de mediana edad, el único que se había decantado por la música clásica. No lo conocía, pero su caracterización de Wolfgang Amadeus Mozart era impresionante. Me quedé embobada mirándolo mientras él me saludo caballerosamente con la cabeza al darse cuenta que mis ojos descansaban en él.

- ¿Quién es el que va de Mozart? – pregunte a Reinaldo después de abrazarlo y felicitarlo dándole mi regalo.

- No he visto a ningún Mozart – me contestó frunciendo el ceño.

Me giré para señalarlo, pero no estaba. Miré en todas direcciones entre la gente y nada.

- ¿Cómo no has podido verlo? Su disfraz es de lo mejor – le recriminé con si fuera obvio que tenía que haberse percatado.

- Valentina, acabas de llegar y ¿Ya te hizo daño el ponche? – me soltó riéndose mientras otro amigo lo arrastraba para saludar a su mujer.

Volví a mirar y no lo vi. Creo que estaba demasiado cansada, pero… ¿Tanto como para ver cosas que no existían?

Me dirigí a la mesa para servirme el ponche que no había tomado aunque Reinaldo pensase que sí. Cuando iba a coger la copa, una mano se interpuso a la mía. ¿Puntillas en la manga? Mire hacia su cara y ahí estaba el desconocido Mozart sirviéndome él mismo mientras me decía:

- Que tenga buena velada señorita. La fiesta va a ser… - hizo una pausa poniendo redoble de tambor en su voz y acabó diciendo - …interesante.

Se dio media vuelta y se alejó. No. No estaba tan cansada como creía. Me dirigí a mis amigos y le pregunté a Sharon, alias Dita von Tees aquella noche, si lo conocía:

- ¿Qué Mozart? – me preguntó como si estuviese loca.

- El que está ahí… - mi voz enmudeció mientras me giraba comprobando que había vuelto a desaparecer.

- Llevo aquí más de una hora y no he visto a ningún Mozart – aclaró mi amiga.

Necesitaba agua en la cara. Salí hacia el baño con paso apurado dudando de si mi mente estaba totalmente lúcida aquella noche. Entré en el aseo y me refresqué la cara convenciéndome de que no estaba viendo alucinaciones mientras tiraba el ponche por el lavabo. Respiré hondo y me miré al espejo diciéndome mentalmente “deja de sudar”. El sofocón me había provocado un calor excesivo.

Cuando salí ahí estaba. Me froté bien fuerte los ojos y seguía estando, pero lo que veían mis pupilas hizo desbocar mi corazón. El hombre vestido de Mozart sacaba una pistola de su levita y apuntaba al presidente de la nación. Antes de que pudiera soltar mi grito se oyó un disparo atronador que rebotó en el techo.

Todo el salón se unió en un grito y se convirtió en una jauría corriendo en todas direcciones apelotonándose la gente en las esquinas. La escolta del presidente actuó. ¡Tarde! Rodeó el cadáver y cerró todas las salidas. El caos era infinito.

Abrazada por mis nervios busque con la mirada, pero el desconocido Mozart había desaparecido de nuevo. Todos miraron hacia mí que me había quedado totalmente sola en medio del salón pues no había podido mover ni siquiera un pelo de mis pestañas.

En cuestión de minutos aquel imponente salón, con un cadáver tapado por un mantel, se llenó de policía que nos interrogaba. Les dije lo que había visto pero me tomaban un poco por loca porque nadie, absolutamente nadie, había visto aquel hombre en toda la noche. Solo yo parecía haberlo observado y solo llevaba allí vente minutos. Fue entonces cuando comprobaron en el registro de invitados. Efectivamente si había un Mozart en la lista, y resultaba ser, nada más y nada menos, que el director del hotel. Él también estaba invitado a la fiesta pues era amigo de Reinaldo.

- Pero no vino. Por lo menos aún no. Yo no lo vi por aquí – dijo el anfitrión – y si, estaba invitado. Pero ni me avisó que no vendría ni apareció.

Sacó el móvil y enseño una foto de él. Si, era el mismo que esa noche iba vestido del gran compositor, pero solo lo había visto yo. Para los demás parecía ser invisible.

Ante mi histeria, la policía lo llamó a su casa. Todos los presentes estábamos atentos a la conversación, rodeando al agente que estaba al teléfono

- Si. ¿Está segura?... ¿A qué hora?... comprendo… ¿Pero estaba invitado a la fiesta no?... bien... ¿Y el disfraz está en su casa?... ¿Cómo?... ¿Está completamente segura de lo que me está diciendo? Entiendo. Perdone las molestias señora. Comprenda que era totalmente necesaria esta llamada. Buenas noches.

El policía colgó mirándonos con la cara un poco descompuesta. Todos estábamos atentos y ansiosos por una explicación pues solo habíamos podido oír al agente, pero no lo que a él le decían a través del teléfono.

- El director del hotel ha muerto hace tres hora y cuarto en su casa cuando se disponía a salir para la fiesta. Acaban de certificarlo. En el momento de la muerte vestía el disfraz de Mozart. Aún lo lleva puesto.

lunes, 4 de mayo de 2020

PALABRAS FINALES (Javier de la Iglesia)

12 de octubre de 1504
Castillo de la Mota, Medina del Campo
- Don Gaspar.
- Doña Beatriz.

El saludo fue cordialmente triste por parte de la dama que me abrió la puerta. Ella se dio media vuelta con la cabeza baja y los ojos abatidos y enrojecidos por las lágrimas derramadas en los últimos días. Todo se estaba preparando para el final. A pesar de que había varios sirvientes por los pasillos el silencio reinaba dentro del castillo. Había un ir y venir de gente continuo: sirvientes, recaudadores, notarios, varios de los grandes que venían a palacio para dejar todo bien preparado ante lo que, antes o después, se anunciaría. A pesar de ese revuelo de gente el ruido estaba ausente. Solo se oían los pasos de los que iban de un lado para otro, incluidos los míos en aquel momento mientras atravesaba varios corredores detrás de la marquesa de Moya para llegar la estancia donde se me requería para hacer el trabajo que se me había encomendado. Todos los pasillos y cámaras por donde pasábamos estaban en penumbra. Por aquellos días el sol no se había dignado a salir, sus rayos no atravesaban las ventanas del castillo y dentro el ambiente ya se había vuelto luctuoso ante los acontecimientos que se avecinaban irremediablemente. Doblamos un corredor y ahí estaba la puerta delante de la cual estaban varias personas orando. Se oía el murmullo de los rezos de las damas arrodilladas en sendos reclinatorios, rezos que acompañaban los hombres que también allí se hallaban.

Atravesamos por medio de los oradores y entramos en los aposentos. Dentro reinaba la penumbra. La oscuridad se veía rota por las velas que aportaban una escasa luz y un leve olor a cera que disimulaba el olor de la muerte. Se respiraba ambiente de abatimiento y conformidad ante los tristes designios del destino. A otro lado del lecho estaba Andrés Cabrera, marqués de Moya, al que se le unió su esposa Beatriz de Bobadilla después de guiarme hasta allí. Siempre habían sido sus más fieles sumisos y grandes amigos, la marquesa desde su infancia. A los pies de la cama estaba el arzobispo de Toledo, primado de España, acompañado de dos nobles. Al lado de la cama estaba él, con el rostro hundido y los pies apoyados en un lujoso cojín. Ni la cabeza levantó. El momento no se prestaba para protocolos ni reverencias. Al lado de él, de pie, estaba una de las damas de ella. ¡Ella! Se hallaba tendida en la cama cubierta con dosel y el escudo de armas de la tierra de la que era dueña y señora. Su cabeza descansaba, descolgada, en varios almohadones lujosos bien acomodados para su descanso. La tenía cubierta con su característico velo blanco agarrado al pecho por la cruz de la orden de Santiago. Las fuerzas parecían haberla abandonado, las pequeñas heridas de su ojeroso rostro daban buena muestra de lo que se avecinaba. Las manos le temblaban reposando sobre su abdomen y su respiración era apurada, pero sin fuerzas. A gritos su alma estaba luchando por liberarse de su cuerpo. Tenía la frente llena de gotas de sudor que le provocaban aquellas fiebres que no daban su brazo a torcer humedeciéndole el velo que le cubría la cabeza. El olor a enfermedad reinaba en los aposentos cuanto más me acercaba a aquel lujoso lecho de muerte. Por la cara de la marquesa de Moya corrían silenciosas lágrimas envueltas en el murmullo de los rezos que llegaban del exterior.

A un lado había una silla y un pupitre en el que me dispuse para comenzar con mi tarea. Una vez sentado la miré. Me parecía imposible que alguna palabra pudiera salir de su boca. Y yo, como escribano que era, solo podía dejar constancia sobre el papel lo que ella me dictase.
Solo dios sabía cuanto tiempo tomaría aquello y si se podría llevar a cabo hasta el final viendo el estado en que se encontraba. Sus ojos estaban cerrados y parecía que no volverían a ver la luz. Su respiración entrecortada se hacía oír. Una respiración profunda y ruidosa pero costosa al mismo tiempo. Atrás quedaba aquella importante mujer con fuerza y valentía que había dado paso a una figura débil e impotente ante la enfermedad.

En un momento de leve energía abrió los ojos vagamente y susurró algo que solo el Rey pudo escuchar. Se acercó a ella con cariño y puso atención. Luego se dirigió a mí y me dijo:

- Podéis prepararlo todo.

Y se volvió a sentar bien en la silla con su pose triste y abatida. Ella enderezó la cabeza con dificultad entre los almohadones y estiró levemente una mano indicándome que empezase a escribir las palabras que con mucha dificultad empezaban a salir de su boca.

“Yo, Doña Isabel, Reina, estoy preparada para morir. Estando enferma de mi cuerpo, de la enfermedad que Dios me quiso dar, creyendo y confesando firmemente todo lo que la Santa Madre Iglesia católica de Roma cree, confiesa y predica, recibo la muerte como un don singular y excelente de la mano del Señor. Y después de vivir y morir en esta santa fe católica, proclamo mi carta de testamento y postrimera voluntad…” 

Las palabras de la más católica reina de la cristiandad eran débiles y casi inaudibles, pero llevaban una buena cadencia que no dejaban que mi pluma tuviese casi tiempo de visitar el tintero para recoger lo que sería un documento de gran valor.

Una vez acabado no pude dejar de sentir compasión por la mujer que agonizaba en el lecho de muerte y que a duras penas daba firmado el testamento que yo acababa de transcribir con la firma de:

Yo, la Reina.

Enrollé el pergamino y la miré por última vez. Luego salí de aquella habitación donde la muerte se estaba aposentando, abandonando el castillo y esperando a que las campanas anunciasen lo que ya era un hecho.