lunes, 28 de septiembre de 2020

MOTAS DE POLVO (Javier de la Iglesia)

 Las pisadas de la aristócrata eran silenciosas sobre los pisos de madera. Aguantaba de la larga y abullonada falda del traje, manteniéndola en alto para que la cola del vestido no hiciese el más mínimo ruido mientras se arrastraba. Bajó las escaleras con el mismo sigilo que caracterizaba aquel oculto periplo por el pazo. Una vez abajo pasó por detrás del sillón donde el marqués, su padre, descansaba después de comer. Desde atrás podía ver como su cabeza se balanceaba hacia adelante a causa del sueño, ese sueño que ahora la ayudaría a pasar más desapercibida. Abrió la puerta de entrada al pazo y salió al patío. Cerró con la misma clandestinidad que había mantenido hasta el momento. Soltó la voluminosa falda y el polisón del que partía la cola de su valioso vestido, acorde a la posición social de su rango, y torció a la derecha para ver si el gran portalón al final del paseo de los olivos estaba abierto. Se tranquilizó al ver que sí. Una suave brisa mecía las ramas de los árboles centenarios que formaban el majestuoso paseo de entrada al pazo, el mismo aire que agitaba los mechones de su semirrecogido. 

Volvió atrás, atravesando el patio de nuevo y resguardándose de las ventanas por si algún sirviente la veía desde dentro. Avanzó hasta la entrada a los grandes jardines, internándose en medio de la espesa vegetación de los mismos, típica y verdosamente gallega. Pasó por delante de pequeño y redondo estanque lleno de nenúfares recordando el que le había regalado hacia años el día que lo conoció, metiéndose en el agua para recoger una de las preciosas flores. Una pregunta le vino a la cabeza en medio de aquel recuerdo. ¿Por qué las bodas de la aristocracia siempre tenían que ser las acordadas para resguardar la posición social? En ciertas situaciones pertenecer a la nobleza no tenía muchas ventajas.

Siguió avanzando y subió las escaleras de piedra cubiertas por las grandes copas de los arboles de gran altura con el entusiasmo que caracterizaban aquellas escapadas, las cuales daban frescura a la vida tradicional y empolvada que llevaba hacia unos años. Mientras acababa de subir las escaleras y tomaba el camino de tierra que llevaba hacia su destino, recordó la primera mota de polvo que se posó sobre ella el día que la habían comprometido contra su voluntad. El peso de aquella pulsera ancha y antigua de platino y diamantes que le habían regalado se había multiplicado por mil sobre sus hombros.

Ella seguía su andar por el camino de tierra que aportaba humedad al bajo de su vestido y a la cola de éste gracias a que el sol no entraba entre la densa vegetación del jardín. Cada vez sus pasos eran más apurados a causa de la ansiedad que le provocaba la situación. Llegó al gran estanque, el de mayor dimensión. Los rayos del sol que entraban hasta el agua reflejaban en su cara acariciándola con su calor, el cual le había faltado mientras entraba, hacia ese mismo día cinco años, en la iglesia del pazo de la mano de su padre camino al altar para contraer, fríamente, un matrimonio que más convenía a la posición social que a su persona. La segunda mota de polvo.

Se paró para oír el croar de las ranas que se escondían alrededor del estanque o entre alguna de las plantas que nacían en medio del agua corriente que lo llenaba. Lo bordeó y tomo el camino de frente, pero algo la hizo parar en seco y retroceder. Alguien venia por el mismo sendero en dirección contraria a la que ella llevaba. Volvió hacia atrás y se sentó en uno de los bancos de piedra que había en sendas esquinas del estanque. Allí tomo una de sus armas de disimulo. Metió la mano bajo el banco y sacó el libro que siempre dejaba allí escondido. Cuando llegó uno de los jardineros, la encontró concentrada leyendo las viejas páginas. O eso creía él.

- Señora, disculpe que la moleste.

- No, tranquilo, no es molestia. Puede seguir con sus labores.

- Gracias señora.

- ¿Qué tal su niño, Inocencio? ¿Crece con salud? El otro día cuando su esposa vino con él fue la alegría de la tarde. Parece un angelito.

- Si señora, crece a buen ritmo. ¿Sabe una cosa? El otro día dijo papá por primera vez – dijo el jardinero henchido de orgullo.

- ¡Cuánto me alegro! Aproveche estos momentos, son la alegría de cualquier hogar – le dijo ella sintiéndolo sinceramente - Inocencio, hace calor. Vaya a la casa y tómese algo fresco antes de seguir con sus tareas.

- Gracias señora. – dijo el hombre mientras se encaminó hacia el pazo.

Ella se quedó sentada mientras lo veía marcharse bordeando el estanque y recordando la motita de polvo más bonita y feliz que había caído sobre ella desde el peso de aquella pulsera antigua: el nacimiento de su hijo, que quedaba jugando con su padre mientras ella se escapaba entre la espesura del gran jardín.

Cuando el jardinero desapareció por el camino que ella había recorrido hasta allí, volvió a guardar el libro en el escondite y esta vez cogió el camino de la izquierda que bajaba hasta el cañaveral. Una vez allí volvió a torcer hacia la derecha y bajo mientras empezaba a oír el ruido de la cascada. Se encamino hacia ella comenzando a ver aquel bonito salto de agua que formaba parte del río que atravesaba los jardines del pazo. Otra vez sentía esa frescura que le aportaba la naturaleza y contrastaba con sequedad de su alcoba en estos últimos años, una alcoba llena de motas de polvo.

Siguió el sendero que bordeaba el rio y por fin llegó. Al rincón que hacía que pudiese soportar el hastío de su vida que aparentemente era maravillosa ante toda la sociedad. Su respiración era apurada, no por lo rápido de su caminata ni el cansancio que esta le pudiese ocasionar sino por las ansias de ese momento esperado. Se apoyó en la mesita de piedra cubierta de musgo y suspiró hondo. Miró hacia el rincón de los helechos, al hueco en la roca donde salía el chorro de agua y por fin vio lo que le aportaba ganas de vivir, lo que la llenaba de amor desde bien joven, lo que hacía que pudiese soportar aquella vida de postureo que exigía su posición social. Su corazón se desbocó más aun a causa de la pasión, por todo su cuerpo empezó a moverse aquella sensación de calor que hacía que su estómago se encogiese al igual que aquel primer día que lo vio salir del estanque, mojado, para cortar aquel nenúfar que le había regalado entregándole con él todo su corazón y correspondiéndole ella con todo su amor. De detrás de los helechos salió él, con aquella sonrisa que hacía que ella se rindiera a sus pasiones, que dejase brotar todo aquel amor hacia su verdadero amante, el hombre que la amaba de verdad y que cada vez que la besaba en aquel rincón del jardín, el mundo se desvaneciese a su alrededor haciendo que la pasión que surgía de los dos provocase que se olvidara del mundo al menos por un rato y que la ayudaba a soportar su vida gris hasta la próxima escapada.

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