lunes, 3 de agosto de 2020

FOTOGRAFÍA FINAL (Javier de la Iglesia)

Madrugada del 17 de julio de 1918

Casa Ipátiev (Ekaterimburgo)

Aquella noche escuchaba un poco más de ajetreo por los pasillos que de costumbre. Las chicas estaban plácidamente dormidas (dentro de lo posible) pero yo advertía que había más movimiento. Algo en el estómago, posiblemente los nervios, hacían presagiar algo malo. Y es que desde la abdicación del Zar, hacía poco más de un año, los nervios habían estado de punta ante tanta incertidumbre vivida. Y yo había acompañado a la familia imperial de un lado a otro en esta especie de cautiverio carcelero nómada. Pero este último destino era el peor. Desde que nos destinaran a esta casa casi no habíamos podido respirar aire fresco como lo habíamos hecho en los anteriores encierros. Era agobiante estar casi todo el día en la habitación con las hijas de sus majestades imperiales, las grandes duquesas, si es que aún se le podía calificar con dichos títulos. Sólo nos dejaban salir a alguna estancia del interior de la casa que era cuando se podían ver con sus padres y su hermano, el Zarévich Aleksei, que cada día que pasaba tenía un aspecto más enfermizo a causa de la hemofilia, la maldita herencia que le venía dada de su madre la Zarina Alejandra, al igual que se había instaurado en varias de las casas reales, venida de Inglaterra y heredada gracias a las muchas nietas de la reina Victoria que habían acabado reinando en casi toda Europa. El pobre niño se alojaba en la habitación de sus padres, sobreprotegido, pues desde que asesinaran a Rasputín, sus majestades imperiales no habían respirado tranquilos ante la maldita enfermedad. Ellos habían depositado en el místico una fe inconcebible pensando que, gracias a su influencia y sus aparentemente milagrosas curaciones, la hemofilia de su hijo había mejorado.

La situación en estos últimos tiempos se me hacía insoportable. De sirvienta de la familia imperial había pasado a ser prisionera con ellos. Me levanté, pues mis nervios aquella noche no me dejaban dormir. Me acerqué a la claridad escasa que provenía de la luna a través de la ventana, muy escasa porque hasta nos habían pintado los cristales con pintura blanca para no poder ver al exterior. Me giré y miré a las jóvenes dormidas. Atrás quedaban sus largas melenas que habían tenido que rapar por un brote de sarampión.

De pronto se abrió la puerta bruscamente lo que hizo que las chicas pegaran un salto en los colchones. Apareció el comandante y me ordenó:

- Ayúdales a vestirse. En media hora todo el mundo preparado.

Y sin dar más explicación salió cerrando la puerta de golpe. Mis nervios ya lo presagiaban. Esto no era una buena señal. ¿Qué pasaría ahora? ¿Un nuevo traslado? Me arreglé rápido mientras las niñas se ponían sus vestidos con los corsés donde habían cosido sus joyas, escondiéndolas por si en algún momento fuese posible una huida. Estaban tan nerviosas como yo, aunque no lo demostrase diciéndoles que se tranquilizasen que seguro sería un traslado a otro lugar. Después de las ultimas revoluciones, Rusia no respiraba tranquilidad. Y yo tampoco. Esa misma mañana había oído de la boca de unos soldados que habían asesinado al hermano Zar destronado, el Gran Duque Miguel.

Tan pronto como pudimos salimos al pasillo. El Zar y la Zarina ya estaban esperando acompañados del niño. También estaban el médico y el cocinero que, como yo, habían acabado

prisioneros con la familia imperial. El comandante nos ordenó ponernos en marcha hacia abajo. El Zar Nicolás pidió explicaciones y brevemente dijeron que nos iban a trasladar, pero antes iban a tomar una foto de familia en el sótano. Nos empujaban por los pasillos en semipenumbra para apurarnos el paso. Dos de las hijas iban agarradas a mí y podía notar como temblaban. Yo también. Aquellos traslados me ponían los nervios de punta.

Llegamos al sótano y nos ordenaron meternos en una de las habitaciones con las paredes estucadas. Es cuarto estaba libre completamente y solo alumbrado por la bombilla que colgaba del techo, tenuemente. Alejandra, la Zarina, protestó diciendo si ni siquiera había sillas en la que se pudieran sentar. Trajeron dos. El Zar Nicolás, que sostenía a su hijo en brazos al igual que en todo el trayecto desde la habitación hasta allí, sentó al niño en una de las ellas y la otra la ocupó su esposa. Más adelante se puso él de pie y detrás de su madre las cuatro hijas de pie igualmente. A nosotros, el médico, el cocinero y yo, nos mandaron ponernos también. Nos colocamos detrás del Zar y de la silla del Zarévich.

Cuando estábamos acabando de colocarnos entraron todos. Mi corazón se aceleró de manera galopante. Eran doce y capitaneados por Yurovski. ¿Tanta gente para hacernos una foto? Las princesas se miraron entre sí y recuerdo la mirada de Anastasia, que después de mirar a sus tres hermanas, me miró con el horror plasmado en sus ojos. Yurovski se adelantó mientras los otros once se colaban en frente nuestra. Todo iba demasiado rápido. Se puso delante del Zar y le dijo;

- Sus parientes europeos continúan con la ofensiva contra la Rusia soviética. Ante esto el comité ejecutivo de los Urales ha decretado su fusilamiento.

El Zar movió la cabeza en movimiento de negación. Miró hacia atrás a su familia que estaba totalmente paralizada por el horror ante lo que acababan de escuchar. Mis piernas empezaron a temblar y sentí como algo caliente bajaba por mis piernas. Mi orina. Me cogí las manos contra el estómago. Todo fue cuestión de segundos.

- ¿Qué? ¿Qué? – alcanzó a decir el que fuera su majestad imperial de Rusia hasta hacia poco más de un año.

- Que el pueblo ruso lo ha condenado a muerte.

Y diciéndole esto de sacó un revólver rápidamente de su cintura y le disparó a quemarropa, cayendo el cuerpo de Zar al suelo desplomado ante todos nosotros. Y en ese mismo tiempo los once de atrás, el pelotón de fusilamiento, sacaba sus armas y nos apuntaron. La zarina empezó a ponerse de pie ante los gritos de las hijas y los míos, pero no lo logró pues recibió un disparo en la sien cayendo desplomada también. Bajo mis pies había un charco. Yurovski se acercó al Zarévich Aleksei, sentado justo delante mía y le disparó dos veces sin dejar que se levantase de la silla. Sentí como me salpicaba la sangre en mi cara. El ejecutor se apartó rápidamente y empezó la oleada de disparos. Yo me tiré al suelo. Note un impacto en mi brazo y encima de mi cayeron heridas dos de las princesas. La cabeza del médico, totalmente cubierta de sangre y pólvora, acabó apoyada en mis rodillas. Éramos un amasijo de cuerpos humanos. Los disparos cesaron. El olor a la pólvora era penetrante y mis oídos quedaran muy resentidos ante el ruido atronador de los disparos del pelotón de fusilamiento. Las chicas estaban heridas, pero no muertas. Las balas impactaran contra sus corsés llenos de joyas cosidas y habían hecho de chaleco salvavidas. Aparté al médico de encima de mis piernas y las dos chicas que cayeran encima de mí se removieron entre quejidos y lamentos, salpicadas por la sangre de sus propios padres y la que emanaban algunas de las heridas. Conseguí ponerme de pie tambaleándome y vi a varios de ellos dirigirse a las princesas para rematarlas a bayonetazos en el suelo. Yo pude moverme hacia la esquina saltando los cuerpos del médico y el cocinero. Un disparo vino hacia mí y pude esquivarlo notando como la bala se hundía en la pared gracias al estucado. Corrí hacia la otra esquina, pero tropecé con un revolver que me apuntaba directamente en el corazón. Me quedé helada y paralizada mirando a la cara del asesino y en cuestión de segundos oí el disparo que percibí entrar hasta el interior de mi pecho. Sentí como me desplomada en el suelo y lo último que vieron mis ojos una vez impacté con las baldosas fue a la familia real rusa echa un amasijo de cadáveres en el suelo, la que daba fin a la dinastía de los Románov. Después de eso mis pupilas se apagaron para siempre.

1 comentario:

  1. Es muy difícil no conmoverse ante el sangriento final de los Romanov 👏👏

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