lunes, 3 de junio de 2019

LENA (Ángeles Madriñán)

Me acuerdo de Lena en el patio del colegio. La falda plisada de cuadros con el prendedor dorador. La camisa desarreglada. La melena suelta. La actitud desafiante. El liderazgo innato, dictatorial, que se traducía en una mirada dura y un mentón erguido ante la mínima desobediencia por nuestra parte. Un gesto de reproche indubitado que sabía suavizar convenientemente cuando asomaba la mirada indiscreta del profesor de guardia, que procuraba no inmiscuirse en tales asuntos conociendo como conocía la procedencia familiar de una de las alumnas más importantes, si la importancia se mide en dinero. Cosa que a menudo sucede. Guste o no.

Estaba en mi clase desde primero de primaria, cuando ya daba muestras de que no sería una más. Jamás se plegaba a la ortodoxia de las normas. Era rápida de reflejos. Lista como el hambre, con una listeza dañina, que veía más allá de la propia y lógica ingenuidad infantil que nos rebozaba a todos como croquetas.

Nunca fue amiga de nadie, pero siempre tuvo un montón de amigos. La paradoja de una niña que cuando faltaba a clase varios días, cosa que sucedía con cierta sospechosa periodicidad, nadie la echaba en falta, pero cuando regresaba, todos parecían festejar su presencia. El miedo a menudo provoca más adhesiones que el afecto. Era al mismo tiempo imprescindible y prescindible. Invitada obligada en cada cumpleaños del barrio. Bailaba mejor que nadie. Sabía música, canto, jugaba al ajedrez y siempre se movía sola por el mundo y sola resolvía cualquier desatino o inconveniencia. Nunca la vi dudar. Ni llorar. Tampoco llorar.

Los demás éramos más opacos frente a tanta luz y siempre había una madre, o una abuela que nos esperaba a la salida con la merienda envuelta en papel dispuesta a ser engullida. O con un paraguas que nos guarecía de la lluvia mientras ella corría a grandes zancadas camino de su casa sin importarle el aguacero. Corría sin descanso, dejando atrás la lluvia. Corría huyendo de vivir, pero nosotros no lo imaginábamos, porque tal reflexión no cabía en nuestro pequeño horizonte. Envidiábamos en cierto modo su independencia. La libertad con la que se desenvolvía.

Su educación se basaba en la selección natural. Recibía castigos cuando sus notas no eran las mejores. Sabía que sólo el primero sube al podio. No bajaba nunca la guardia. Los segundos no cuentan en los libros de historia. Entonces no teníamos la lucidez necesaria para saber que el triunfo te puede destruir más rápido que el fracaso. Que el vivir traducido en carrera permanente produce fisuras que nos agrietan lentamente por dentro hasta llegar a los cimientos. Que el amor no es estricto, ni disciplinado. Es flexible, acogedor. Y sobre todo acepta. No impone. No exige. Acoge.

A Lena le interesaba sobremanera el riesgo. Era transgresora. La primera en lucir un piercing. En hacerse un tatuaje. Llevaba sombreros para nuestros asombro de niños de pueblo que la mirábamos fascinados por su fuerza, su seguridad. Nunca en aquel entonces pudimos ni imaginar que no todo era tan sencillo como aparentaba en su triunfalismo vital diario. Bajo su torbellino se aletargaba una presión enfermiza. La de una madre que conocí muchos años después, cuando yo trabajaba contratada temporalmente como asistente social y la anciana apenas podía hacer otra cosa que apretar el botón de ayuda del avisador que llevaba en el cuello con la misma dignidad que si fuera un collar de perlas bueno. Tenía un rictus severo de labios finos, descarnados, fríos. Incapaces de besar con ternura. En aquellos ojos envejecidos pero tiránicos pude percibir los restos de una dureza que habría dañado seriamente a todo aquel que viviera a su lado. Sentí un escalofrío sólo de pensar que mi madre pudiera parecerse a ella.

Lena mentía a menudo con la naturalidad de aquel al que todo se le perdona, y que sabe que es así. El que tiene un encanto natural que le antepone al que dice la verdad. Todos lo aceptábamos como algo irremediable y nadie se oponía nunca a su versión de las cosas, so pena de ser castigado con el destierro en los recreos, hasta hacerse de nuevo merecedor de entrar en su órbita protectora. Además de delegada de clase, era la protagonista de las obras de teatro. La elegida para participar en todos los festivales. La eterna alumna que cualquier docente ponía como ejemplo por su rendimiento escolar. Sospecho que incluso los maestros le profesaban cierta secreta antipatía que disimulaban conscientemente, sabiendo que les venían impuestas muchas de las decisiones que afectaban a Elena Gómez.

Se le dispensaban simpatías de las que no era merecedora si la examinasen con la lupa menos favorable de un adulto ajeno a aquel cambalache educativo- emocional. Pero gozaba del privilegio de una infancia encumbrada y lo explotó hasta que el calendario le negó tales prebendas y entonces dejó de ser una niña ejemplar y los que la rodeaban dejaron de ser personas dependientes de una servidumbre que hoy con el paso de los años entiendo a regañadientes, pero que entonces aborrecía y me resultaba frustrante. Sólo después, cuando empezamos a enfrentarnos a la vida fuera de aquel circulo vicioso, el juicio se aproximó rácanamente a la realidad de una mujer alta. Guapa. Segura, Intemperante. Pero también encantadora. Magnética. Envolvente. Siempre encadenando éxitos. Premio fin de carrera. Destacada empresaria del año. Implacable en los afectos. No permitía que ninguno de ellos se quedara. Todos tenían fecha de caducidad. Sus comportamientos eran provisionales. En función de sus fines. Absolutamente diestra en el manejo de los sentimientos que le fueran adversos. Manipuladora hasta el extremo. De sonrisa intachable, abierta. No había nada en ella que hiciera sospechar de un ápice de infelicidad. Pero la había. Tanta y de tal envergadura que un día decidió ponerle fin a ese sufrimiento ingiriendo una cantidad insoportable de antidepresivos.

Cuando me enteré de la noticia sentí que las piezas del puzle encajaban. Que ese rencor que tantos años había quedado suspendido en el aire, tocaba tierra firme. Fue entonces cuando fui capaz de perdonarle aquel daño que me había ocasionado. Aquellas burlas continúas. Los juegos tóxicos. Aquel chantaje a que me sometía con la ceguera voluntaria y consentidora de quien velaba por nosotros. Lena había sido una niña cruel, dañina hasta el límite. Pero la soledad también se había adueñado de ella de igual modo que lo había hecho con su progenitora. La maldad no la había protegido, sino que la había convertido en un ser deshonesto y frágil. Sentí una pena infinita por todo aquel tiempo en que ambas habíamos sufrido. Pero supe con certeza meridiana que a la larga se recupera con mayor facilidad quien padece el daño que quien lo infringe.

Un lavado de estómago la devolvió a la vida, a una vida que probablemente no quería recuperar. En el letargo de la química había encontrado refugio durante años, hasta que todo se derrumbó como un castillo de naipes. Porque a menudo sucede que las emociones condicionan más la felicidad que los conocimientos

4 comentarios:

  1. Fantástico relato. Interesante atándote hasta el final y profundo haciendote caer en la reflexión. Muy bueno
    Javier de la Iglesia

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  2. Felicidades Ángeles. Sobrecogedora historia con estereotipo muy de moda pues nos acerca al bulling y a personajes como el jefe maltratador,tan habituales en nuestros días.
    Sigue escribiendo, por favor.

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  3. Gracias por vuestros comentarios, los lectores son parte imprescindible de un blog. Sus aportaciones nos ayudan a continuar. 😃

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  4. La descripción de la protagonista es estupenda, felicidades y la trama final le pone el broche de reflexión vital que te deja ese sabor a amarga realidad.

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