lunes, 4 de marzo de 2019

ARENAS MOVEDIZAS (Javier de la Iglesia)

1894

La revolución de Piérola había dejado Lima sembrada de cadáveres. Podía dar buena nota de ello. La revuelta de los pierolistas contra las tropas del presidente Cáceres no hizo otra cosa que dejar incertidumbre en todas partes del país en estos años de final de siglo. A consecuencia de esto mucho de los habitantes del Perú, más en concreto de la capital, abandonaban el país, y entre ellos allí me hallaba yo en el puerto de Lima, esperando a coger el barco. Solo con dos cosas en las manos: un billete con destino a Europa, lugar que nunca iba a llegar a pisar, y una maleta con todo lo que me había quedado del pasado y me hacía falta para el futuro: una soga.

Qué triste era despedirse de tu tierra natal con solo una maleta cargada con todo lo que necesitabas y pesase tan poco. Lo que si pesaba eran todos los recuerdos, muchos de ellos buenos pero aniquilados por los fatales acontecimientos finales. Me había quedado solo en el mundo. Y no hacía más que preguntarme porque Dios había sido tan infinitamente cruel al llevárselos a ellos y dejarme solo a mí. Llevaba dos cuchilladas clavadas en el corazón con las palabras “hijos míos”, un profundo corte llamado amor y miles de rascaduras con los nombres de todos aquellos que tenían un lugar en él.

Antes de subir la escalerilla mire atrás, con la tonta esperanza que nos hace creer en los milagros, pensando que volverían a aparecer para decirme que no me fuese, pero lo único que encontraba era a miles de peruanos, que, como yo, huían del terror de los acontecimientos hacia un mundo desconocido esperando encontrar algo mejor. Qué triste es partir sin que haya nadie que pueda despedirte.

Una vez en el vapor, me arrime a la barandilla de cubierta y me quede con la mirada absorta hacia tierra adentro sintiendo el leve movimiento del barco.

* ¿Viaja solo? – oí a mi lado.

Sin sacar los ojos de donde los tenía conteste un triste “Si”. Cuando volví la vista, había un hombre mayor a mi lado, con miles de historias vividas acumuladas en las miles de arrugas que formaban su rostro:

* Si – volví a decirle mirándole a sus ojos hundidos que casi no se veían a causa de lo bajo que llevaba el sombrero.

Aquel hombre no sabía que toda mi familia y amigos, a consecuencia de los acontecimientos, se habían quedado tras una placa en la que rezaba la apocalíptica frase “Descanse en paz”
Me di media vuelta y empecé a andar por cubierta para llegar a mi camarote. Ya cuando llevaba unos pasos oí la misma voz:

* Siempre hay un camino.

* Es difícil andarlo cuando uno se mueve en arenas movedizas – le conteste volviéndome – pero sé que rumbo toma mi camino. A eso he venido – dije mientras volvía a avanzar entre los demás pasajeros.

La noche se cerró ya en alta mar. Cogí mi maleta con todo el ligero equipaje que llevaba y salí de mi compartimento dirigiéndome a cubierta. Me pegué a la barandilla oyendo el sonido del mar que tanto me gustaba. Era el lugar perfecto. En medio del océano en la oscuridad de la noche, solo, sin que nadie me viese. Dejé la maleta en el suelo y la abrí. Saqué la gorda cuerda ya preparada y la sostuve en mi mano mientras una amarga lágrima recorría mi mejilla mirando a la soga y viéndola como mi única solución de futuro. Agarré la barandilla y la zarandeé, comprobando que era lo suficientemente firme para aguantar con mi peso. Respire hondo por última vez, un suspiro dedicado a todos aquellos que quedaban tras la mortuoria placa. Mire al cielo estrellado envuelto por la fría brisa del océano y en ese momento se me vinieron a la mente las palabras de aquel viejo señor que también parecía viajar solo. Retumbaban en mi cabeza una y otra vez, oyéndolas cada vez más alto: “Siempre hay un camino”

¡Un camino! Mis pies no sabían andarlo. Las arenas que pisaba no se llamaban estabilidad. Busqué las tres estrellas que más brillaban en el cielo y curiosamente las encontré juntas, parecían abrazarse entre ellas y lanzar un destello especial cuando las localicé. Les dedique una triste sonrisa y tres lágrimas corrían abrazadas por mi mejilla de nuevo. Volví a respirar hondo mientras miraba la gorda cuerda y…… en un acto impulsivo tiré la soga por la borda, viendo cómo se alejaba flotando en el agua. Un último pensamiento me hizo ver la frase de otra manera “Siempre hay un camino”

Tal vez mañana las arenas bajo mis pies se vuelvan firmes.

3 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Gracias. Me alegra mucho que te guste este relato. Es un placer tener un blog como este donde podamos dar rienda suelta a nuestra literaria aficción y alguien pueda disfrutar con ello.
      Javier de la Iglesia

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  2. Una historia muy dura. La guerra civil, la pérdida de las raíces, el exilio. Pero me quedo con la esperanza de la frase que cierra el relato “siempre hay un camino”.

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