lunes, 6 de abril de 2020

PIEDRAS INMÓVILES (Javier de la Iglesia)

11 de abril.
- Dígame, la noche del 13 de febrero, ¿cómo se dio cuenta de la desaparición? Tiene derecho no declarar hasta que llegue su abogado.
- Por dios agente. No llamé a ningún abogado. No lo necesito. Soy inocente. Ya se lo dije a sus compañeros ¿Tengo que repetírselo? – dije resoplando – ya le he dicho que cuando me desperté por la mañana no estaba. Y no fue la noche, ya estaba amaneciendo. Me saqué los tapones de los oídos y pensé que se había levantado, pero cuando miré por casa no estaba.
- ¿Cómo es posible que no se diera cuenta en toda la noche que se había levantado?
- ¿Usted no tiene noches de ni dar media vuelta en cama y sueño profundo? Ya le dije que tomo unos relajantes para dormir bien. Sufro de insomnio.
- ¿Habían tenido una discusión ese día o algún problema? No sé, de pareja o alguna diferencia de opinión
- No, claro que no. Todo normal
- ¿Que hizo la tarde anterior?
- Se lo he dicho a su compañero antes. Me fui a escribir en mi rincón de las piedras como la mayoría de las tardes – adoraba ir a escribir a la finca, en lo alto del montículo en el montón de piedras. Sentarme allí a escribir notando la tranquilidad y la quietud de la naturaleza. Sintiendo que nada se movía bajo aquellas pequeñas rocas. Que todo estaba estable, sin moverse, dándome aquella tranquilidad en la que me gustaba escribir mi diario – después, hacia las siete, volví a casa y llego mi marido. Cenamos, él estuvo mirando la serie a la que está enganchadísimo mientras yo doblé la ropa que había cogido del tendal. Luego leí un rato y nos fuimos a cama los dos. Yo me tomé mi pastilla para dormir y cuando desperté ya no estaba. Fue entonces cuando denuncie su desaparición. Sigo sin saber nada de él ¡Por dios! - dije con cierto tono de desesperación – discúlpeme la desfachatez, pero creo que sería más conveniente que estuvieran buscándolo en vez de perder el tiempo en retenerme injustamente y hacerme las mismas preguntas dos veces al día.
- Sabe por qué la retenemos
- Es un error. Llevo aquí tres días durmiendo en un calabozo. Esto es un sin sentido. Mi marido esta desparecido. Le ruego que lo encuentren – dije mientras las lágrimas de agotamiento resbalaban por mi rostro.
- La hija de su marido la acusa de asesinarlo.
- Señor agente, esto es una locura. Ambos sabemos que la hija de mi marido está a tratamiento psiquiátrico desde que es pequeña. No pueden retenerme por culpa de la mente imaginativa y fabuladora de una niña de 13 años que sufre esquizofrenia. ¡Yo no maté a mi marido! Mi esposo está desaparecido.
- Eso habrá que probarlo.
- ¡Por dios! Si yo misma fui quien les avisé de su desaparición. Solo quiero que encuentren a mi marido. Y por esa niña a la que adoro le juro que espero que esté con vida y volvamos a estar todos juntos. Hace dos meses que no sé nada de él. Encuéntrenlo. No es propio de él marcharse. Mi vida no vale nada desde que él no está. Por favor encuéntrenlo – dije mientras me derrumbaba en un mar de lágrimas apoyando la cabeza sobre mis manos esposadas encima de la mesa, mojándola con las gotas que brotaban desesperadas de mis ojos.
El agente de policía se levantó y salió de la sala en donde me estaban interrogando mientras yo trataba de recomponerme y tranquilizarme. Sabía que había más policías detrás del espejo mirándome. Me seque las lágrimas. Me pasaba las manos esposadas por el pelo y me agarraba la cabeza tratando de serenarme. Aquella pesadilla tenía que acabar. Estaba al borde del ataque y me era difícil seguir aguantando aquella situación. Llevaba tres noches durmiendo en un calabozo y eso pasaba factura. Estaba agotada mental y físicamente. Tanto interrogatorio estaba acabando conmigo. Estaba cansada de repetir lo mismo una y otra vez. Tenían que creerme. ¡¿Cuándo acabaría aquella tortura?!
Pasada casi una hora el agente que acababa de interrogarme aquel día entró en la sala.
- Puede marcharse – dijo mientras me sacaba las esposas.
- ¿En serio? – suspiré aliviada mientras me volvían a brotar lágrimas de los ojos.
- Hemos hablado con el psiquiatra de la niña. Aquí tengo un informe detallado de su enfermedad. Él dice que, a pesar de la medicación, a veces sufre de alucinaciones y que la acusación que hace contra usted bien puede ser una de ellas.
- Pobre niña. Siempre me ha dado mucha pena. Un ángel como ella con una enfermedad tan grave. Por favor señor agente – le dije mirándole a los ojos mientas le cogía las manos – encuéntrenlo. No sé si mi vida sin el vale la pena. Encuéntrenlo vivo porque si no… - mi voz se quebró – no tiene sentido que yo siga adelante.
El policía me consoló con un abrazo y me dijo que me irían informándome de todo lo que fuese sucediendo.
- Perdone por estos días, pero es el protocolo. Teníamos que pasar por esto – me explicó
- No se preocupe. Es su trabajo. Lo importante, por mí y por su hija, es que mi marido aparezca sano y salvo. Esto solo lo recordaré como un trámite.
Salí por la puerta de la comisaría y cogí mi coche. Una vez dentro respiré hondamente. Por momentos me vi encerrada de por vida en una celda. ¡Eso no me podía estar pasando a mí! Necesitaba sacar de mi aquel olor a calabozo y los nervios sufridos estos tres últimos días. Me hacía falta el aire de la naturaleza sentada en mis piedras. Mi rincón de relajación.
Llegué a la finca que estaba a un kilómetro de la casa. Era un montículo y en la cima estaban las piedras donde me sentaba a escribir a menudo. Cuando quería refugiarme y relajarme. Bajé del coche y subí. La hierba empezaba a estar grande. Mis zapatos se hundían. La temperatura era exquisita y la brisa caliente me acariciaba mientras subía. Allí arriba se podía oír la naturaleza mientras se divisaba en el horizonte aquel pico a lo lejos. Las piedras seguían estando totalmente estáticas. Nada se había movido allí arriba. Esa quietud me tranquilizaba en exceso.
Me senté en las pequeñas rocas mirando al infinito. Aquel montículo estaba totalmente solo, no había casas alrededor. Estaba en un lugar apartado. Respire hondo disfrutando de la quietud bajo mis pies. Saboreando la libertad que temía perder durante estos tres días de encierro. El silenció solo se veía roto por la brisa y algún pájaro que piaba en el cielo. Mirando al pico no pude evitar pensar en aquella noche.

Noche el 13 de febrero.
- Madre mía creo que cada día hay más ropa en esta casa – le dije sentándome en el sofá – mira que estás enganchado a la serie esta.
- Está genial. Es totalmente imprevisible.
- Me apetece estirar las piernas. Te parecerá una locura, pero me apetece dar un paseo.
- ¿Ahora? – preguntó mi marido – es de noche ya.
- Pero hace una noche maravillosa para ser febrero. Venga vamos. Y te llevó junto a mis piedras, a las que voy por las tardes, aunque tú no me creas.
- A saber dónde vas tu por las tardes.
- Mira que eres desconfiado. Venga así hacemos algo diferente. Y tú la serie puedes pararla y seguir viéndola otro día. Me pongo los deportivos y cojo una botella de agua. Vamos cálzate.
Cuando volví al salón ya estaba preparado. Sabía que querría ir a mi rincón de las piedras, donde nunca llevaba a nadie. Era mi santuario personal.
- Aquí es. Esta es la finca que heredé de mis padres. Aun no te había traído nunca – dije alumbrando con la linterna, aunque la noche estaba clara y la luna llena iluminaba el cielo.
- Que paz ¿verdad? – dijo cogiendo la botella de agua de las manos y se tomaba un buen trago mientras yo le miraba atentamente.
- Ya te lo dije que era mi rincón de la tranquilidad. Ven subamos a sentarnos en las piedras.
Subimos por la finca, que más parecía un prado de hierba recién segada. Una vez arriba, sentados en las rocallas, le eché el brazo por encima de los hombros.
- Te dije que era un auténtico remanso de paz.
- Si – dijo con tono extraño – creo que me estoy mareando.
- ¿Cómo? ¿Qué te pasa?
- No sé, noto……
No llegó a decirlo. Su peso recayó sobre mí, totalmente dormido. Mejor dicho, anestesiado gracias a los potentes somníferos que había disuelto en la botella de agua. Ahora tocaba ponerse a trabajar. Solo quedaba hacer un hondo agujero antes de que se despertase.

El piar potente de un negro cuervo me devolvió al presente. Me puse de pie encima de las piedras. Mirándolas, intentando atravesarlas con mi mirada sabiendo lo que había debajo. Desde aquella noche, no había faltado una tarde en la que no fuera a sentarme a escribir encima de aquellas piedras comprobando que ninguna se había movido y todo estaba en el lugar donde debía estar, totalmente inmóviles. ¡Me gusta la quietud que hay bajo mis piedras!
Levanté la cabeza mirando al horizonte y bajé por la finca, que más parecía un prado de hierba un poco grande, con una sonrisa de maligna satisfacción mientas en mi mente resonaba una frase: “La primera bofetada la aguanto, a la segunda no llego".

2 comentarios: