lunes, 27 de abril de 2020

EL NOGAL (Ángeles Madriñán)

“La vida es hacernos. Y crecer como los árboles
Uno nace como una semilla, con unos genes
pero es uno quien tiene que hacerse”.
José Luis Sampedro.


Me he puesto a pensar en todas las cosas que he olvidado al crecer y también en las que el paso del tiempo no ha podido borrar. Algunos de esos recuerdos emergen en esta pandemia como corchos en el mar de la memoria.
Conservo intacto el enorme nogal que derramaba sombra por todo el jardín. Tenía el tronco estrangulado porque cuando era un árbol joven atábamos a él un extremo de la cuerda de tender la ropa. Aquella cicatriz en la corteza creció con él. Era un surco áspero de apenas un dedo, un cauce seco, indeleble, abierto por una intranscendente decisión doméstica. Aquel era el lugar idóneo para secar la ropa. A veces uno toma decisiones sin llegar a calibrar la huella que dejarán en nosotros. Supongo que eso fue lo que le pasó al nogal. Que nunca pudo olvidar.
En mi adolescencia ya era un árbol grande, poderoso. Tanto que cuando se cargaba de fruto, las ramas más bajas descendían hasta casi rozar el suelo, impidiendo el paso hacia la huerta trasera de la casa. Un año mi madre decidió cortar una de las ramas y cargada de sierra y escalera se enfrentó a él. No puedo recordar si llegó a cortarla pero si recuerdo con nitidez que ella se cayó de la escalera y nos asustamos muchísimo. Las manos invasoras de mamá temblaban y un pequeño hilo de sangre las recorría. Fue un corte sin importancia (aunque eso lo supimos después) al tirar la sierra en sentido contrario a donde caía el cuerpo para minimizar el daño. Apenas unos puntos de sutura y una pomada para una pierna. Mejoró en pocos días pero el miedo se nos quedó metido en el cuerpo y nunca más tocamos aquel nogal hasta el año que decidimos talarlo porque sus raíces amenazaban con apoderarse del sótano y las hojas cubrían el tejado atascando los canales de desagüe.
Este nogal es la imagen más nítida y persistente de mi infancia. En verano me decían que la sombra era mala si adormitaba debajo de él. En invierno los abundantes restos de hoja hacían que parte del enlosado fuera resbaladizo y peligroso para los juegos. Pero a cambio recogíamos varios sacos de nueces que guardábamos en cajas después de secarlas previamente al sol. Había algo en el que no puedo explicar.
Para cascar las nueces papá nos regaló a mi hermana y a mí un pequeño martillo (un rudimentario cascanueces) con el que golpeábamos el fruto seco sobre una tabla de madera hasta hacerlo añicos. Otras veces el juego consistía en respetar cada una de las mitades a las que luego nuestra inventiva de niñas le otorgaba un futuro mejor: caparazón de tortuga, tacita de casa de muñecas, escudo de Playmobil gladiador, o rudimentario instrumento musical .
Aún hoy, cuando observo el lugar en el que estuvo tantos años me parece ver su sombra gigantesca, como una enorme lona de circo que protegía aquel espacio con sus brazos bamboleantes durante los temporales. Cuando el viento soplaba con fuerza las ramas bajas arañaban la tierra y las más altas no parecían tener final, como si un mecanismo las prolongara entre las nubes. Como si fueran los brazos de Dios.

2 comentarios:

  1. Bonito relato que traslada a pasado y a recuerdos infantiles que quedan para siempre grabados en la mente. Parece oirse el ruido de sus ramas mecidas por el viento mientras lo describes.

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  2. A nosa infancia son recordos, alicerces das nosas vidas. Grazas, Ángeles, por conpartir, ese anaquiño de ti. Apertas cunteñas.

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