martes, 10 de marzo de 2020

CAMBIA, TODO CAMBIA (Ángeles Madriñán)


“Cambia, todo cambia”

Mercedes Sosa



Capítulo 1


El divorcio me ha dejado exhausta. Con la piel fina como el papel de fumar y un sabor insípido en la boca. Como si a la vida le faltara sal. Durante meses me he sentido como si estuviera de pie en un precipicio y el aire soplara con fuerza. Una intensidad tal que me tensionaba los músculos. Me agarrotaba. Una fuerza sostenida para mantener el equilibrio y no caer. De nuevo he empezado a usar la férula que tenía abandonada en el cajón de la mesilla y un herpes odioso se ha apoderado de mi labio inferior. Ya no duermo la noche de un tirón como solía hacer y cuando me despierto de madrugada alargo el brazo para comprobar una vez más la ausencia de su cuerpo y hasta echo de menos su respiración ronca y la carraspera nocturna. Ahora que me ha dejado también ha dejado el tabaco. Parece que le siente bien conjugar ese verbo.

Siempre me han disgustado los cambios. Soy lo que se llama una persona previsible. Me gustan los horarios. Tener un lugar para cada cosa. Saber lo que espero de las personas. Me gusta el orden. Los días con el cielo claro. La lluvia. El chocolate y la cerveza. Las películas en blanco y negro. Nunca he sido aventurera. Tampoco desleal. Conservo amigos desde la infancia. Llevo casada veinticinco años. Mejor dicho, llevaba casada veinticinco años. Ahora mi vida es otra.

Las cosas siempre tienen un principio. Pero a veces es difícil verlo. Recuerdo que cuando Rafa la conoció se le notaba entusiasmado. Llegó a casa comentando que la nueva profesora de inglés era una niña increíble. Si, esas fueras sus palabras exactas.- Una niña increíble. Aire nuevo para el claustro.- Dijo, además, que aportaba energía. Chispa. Luz. Buen rollo. Todos los halagos eran pocos. Yo le escuché sin asomo de preocupación. Hasta me alegré de verle tan animado porque desde hacía un tiempo se le veía alicaído. Aplanado. Sin ganas. Como un perro con las orejas gachas. Yo intentaba estimularle incluyendo en nuestros planes las cosas que más le gustaban. Cocinaba su comida favorita. Escogía cuidadosamente entre los libros recién publicados uno que pudiera gustarle. Compraba entradas para el teatro porque a él le apasionaba. Pero nada parecía dar resultado. Cumplir los cincuenta le había sentado fatal. Se pasaba horas frente al espejo examinando las bolsas de los ojos. La incipiente calvicie. La piel flácida. Calibrando lo que quedaba de juventud en su cuerpo o lo que asomaba de senectud que viene a ser lo mismo. Siempre encontraba una excusa para ver el vaso medio vacío. Supongo que tenía pánico a la vejez. Hay seres que no pueden soportar los cambios que lleva aparejados el tiempo y lucen ridículamente un aspecto impostado, una apariencia juvenil que no engañaría a un ciego. Rafa era uno de ellos. Él era siempre el profe moderno. Que conectaba con los alumnos. Que estaba en su onda. Vivir rodeado de gente joven tiene un doble efecto. Por un lado, te renueva, te refresca la mirada. Te espabila compartir tiempo y espacio con quien tiene la vida por delante. Pero por otro lado, te hace más consciente del paso de los años y de tu propia decrepitud. Saber canalizar ese sentimiento es parte del proceso. Nadie es eternamente joven. A cada hornada de alumnos la sustituye una nueva. Una nueva intensidad. Un nuevo reto. La renovación es imparable pero el maestro envejece con cada generación a la que forma. Hasta que un día la distancia es enorme y cuesta entender el idioma que hablan.

Hubo un momento en el que Rafa empezó a ser consciente de ese proceso y comenzó a vivir hacia atrás. Como si intentara rebobinar. Se cortó el pelo muy corto. Y se hizo unas rallas con la máquina por encima de las orejas. Como hacían sus alumnos imitando a su vez a las estrellas del fútbol que marcaban la tendencia. El atrevimiento fue muy aplaudido en su clase. No tanto en la sala de profesores que lo consideraron básicamente una soberana gilipollez. Pero su miedo a envejecer superaba con creces al sentido del ridículo.

Se apuntó en el gimnasio. Primero tres días por semana. Pronto subieron a cinco. Y finalmente terminó por ir también los sábados. Se pasaba las tardes allí, haciendo pesas. Bicicleta. Sauna… Yo me quedé con la rutina de hacer la compra semanal sola los sábados por la mañana, pero no me quejé porque a mediodía se deshacía en halagos hacia el plato que había cocinado y decía que el ejercicio le sentaba maravillosamente.

–¿ Por qué no vienes conmigo?. Ya verás como te gusta.- Me conminaba a que le acompañara en numerosas ocasiones, pero nunca he sido deportista. Prefería remolonear en la cama, leyendo, mirando una revista o desayunando sin prisa en la cocina con la única compañía de la radio. Además nosotros siempre hemos respetado el uno el espacio del otro. Así que decidí no acompañarle aunque cada vez pasaba más horas allí. Se le veía feliz y eso me tranquilizó, preocupada como estaba con su creciente desgana por vivir de los últimos tiempos.

En pocos meses el cambio físico fue evidente. Había adelgazado diez kilos. Se movía con mayor agilidad. Y la alegría había vuelto a su rostro. Su actividad era constante. Empezó a vivir a un ritmo frenético. Yo no podía seguirle. Me limitaba a observar y a veces incluso eso me cansaba.

Como casi nada de su armario le servía tuvo que comprar ropa nueva. Me cogió por sorpresa que no quería comprar en los mismos lugares que antes tanto le gustaban. Y a cambio hicimos un tour por todas las tiendas juveniles del centro comercial. Desde Pull and Bear hasta Lefties, H&M, pasando por Zara. Yo estaba atónita. Le veía probándose infinidad de prendas. La mayoría de aspecto deportivo y colores vivos. Ni una sola americana buena de esas que campaban en su armario en colores lisos. Sólo cazadoras. Algodón y vaqueros. Camisetas anuncio como el las llamaba antes con cierto desprecio. Zapatillas. Hay cosas que hay que verlas en primera persona para no poderlas creer. Tanto años alabando la calidad y diseño de tal o cual prenda y ahora se probaba vaqueros de treinta euros, camisetas de diez. A mí nunca me habían importado las marcas. Compraba mi ropa en cualquier sitio, incluso en el mercadillo. Pero Rafa era muy cuidadoso con la suya. Prefería tener un
vestuario limitado pero siempre de tejidos de gran calidad y de firmas generalmente caras. Optaba por un aspecto elegante, con líneas sencillas y colores neutros. Sólo se permitía alguna licencia con los complementos. Una corbata más vistosa. Unos calcetines de lunares. Pequeños detalles. Si usaba vaqueros siempre los combinaba con una americana. Y casi nunca optaba por un vestuario deportivo. Ni siquiera en verano cuando nos íbamos de vacaciones abandonaba ese aspecto impoluto. Sus bermudas con la raya perfectamente planchada y sus polos a juego lo hacían digno del mejor campo de golf.

Esa transformación tan radical me dejó descolocada pero nuestro matrimonio seguía intacto o al menos eso es lo que yo pensé. Y todo el mundo tiene derecho a cambiar. Le veía relajado, dispuesto a ver por fin el vaso medio lleno. A ver que la vida nos había dado tanto, como dice la canción de Mercedes Sosa que tanto me gusta.

Un viernes al atardecer salimos a dar un paso como hacíamos de costumbre. La temperatura era muy agradable. El verano se resistía a abandonarnos pese a que el mes de octubre ya asomaba en el calendario, y casualmente coincidimos en una cervecería del centro y me la presentó.

- Lisa, este es Ana, mi mujer - dijo señalándome a la par que daba un paso hacia el lateral y se distanciaba levemente de mí. Lo suficiente para no rozarme. Un gesto que en ese momento me pasó desapercibido y no supe interpretar.

- Ana, esta es Lisa, la recién llegada al claustro- añadió sonriendo con cortesía.

Hechas las presentaciones de rigor nos saludamos. Igual que saludé también a Roque, su acompañante que según nos comentó se había ofrecido a hacerle de guía para conocer la restauración de la ciudad. Roque era profesor de química y compañero de Rafa en el centro educativo desde hacía muchos años y ahora también de Lisa. Sabiendo que le precedía una conocida reputación de mujeriego, pensé que habían puesto al lobo a cuidar de las ovejas. Pero eso no era de mi incumbencia al fin y al cabo era mayor de edad para cuidarse sola. Y las chicas jóvenes de ahora no se parecen en nada a las de mi generación.

Verla en persona me decepcionó un poco. Después de lo que me había comentado Rafa me había hecho una idea distinta. No es que la hubiera descrito ni nada parecido. Pero una persona con tanta vitalidad no encajaba en el aspecto físico de Lisa. Tenía ese aire de rastafari trasnochado y el pelo me pareció únicamente una cuerda vieja y deshilachada. Los talones asomaban ásperos en las sandalias con hebilla de tiras marrones y pedían a gritos una pedicura o al menos una piedra pómez. Y al levantar el brazo para saludarme pude constatar que llevaba las axilas sin depilar. Un vestido holgado y desteñido con un profundo escote en uve dejaba entrever un pecho abundante y erguido, propio de la juventud. Calculé que tendría entre veintiséis y veintisiete años. Lo que no supe calibrar es que lo que para mi era descuido y desaliño no producía ninguna clase de rechazo en el género masculino que lo catalogaba como naturalidad y ausencia de fingimiento. Como beber agua fresca de un manantial en medio del campo. O coger una fruta del árbol. Libre de manufactura.

Puede que la suma de juventud y ese aire de primitivismo que produce el rechazo a ciertas tendencias estéticas como la depilación, el pelo limpio o el olor a perfume despertara en ellos el deseo sexual de una manera sutil y sencilla pero arrolladora. En aquel entonces me pareció inofensiva y no vi en ella rival, ni cómplice, porque entre otras cosas tenía la edad suficiente para ser mi hija, si yo hubiera tenido hijos. Pero sucede a menudo que en la vida calculamos mal los riesgos. Y el daño proviene del flanco más desprotegido. Del amigo más fiel. De los ojos más azules. De la mirada más limpia…








Capítulo 2

Recuerdo el día que se fue. Era una de esas mañanas de finales de septiembre extrañas en las que nos cuesta renunciar a ese tiempo de pausa que nos regala el verano y sentimos una incomodidad propia de tener que recuperar horarios, costumbres, obligaciones. El curso recién empezado, con esa pequeña porción de rutina que nos adentra de nuevo en la vida real, la que adormita más allá del verano. Caía una lluvia fina, agradecida, casi tierna. Una de esas lloviznas frescas que no nos obligan a usar un paraguas sino que invitan a mojarse poco a poco, a caminar despacio sintiendo en la piel desnuda ese frescor repentino después de los rigores de una época estival calurosísima y sitiada por los incendios. Era un alivio que el ambiente seco y acartonado fuera adquiriendo blandura bajo la casi imperceptible descarga de unas tímidas nubes.

Llevábamos meses masticando una calma fibrosa, llena de silencios por su parte y de decepciones por la mía. Nos había invadido uno de esos parásitos que actúan desde dentro y se comen lentamente al ser del que se alimentan, lo vacían desde su interior, lo reducen a una simple cáscara para finalmente abandonarlo. Rafa había llevado a nuestro matrimonio al desastre y a nuestra vida al mismo sitio. Incluso aunque Lisa no existiera y hubiera sido una aventura pasajera, lo nuestro habría muerto de una manera lenta, con una languidez plana e insulsa, sin que nadie alzara la voz. Asumiendo cada cual por su lado que ninguno mostraba interés por continuar. Rafa porque tenía una nueva ilusión. Un último tren al que subirse en marcha. Una manera más de acallar el temor no asumido al paso del tiempo. Yo porque había visto a un Rafa desconocido, cobarde, que ni siquiera ante la evidencia del engaño, de la infidelidad sostenida en el tiempo por su parte había sido capaz de reconocer que no todo está en nuestras manos. Que hay sentimientos que nos asaltan por sorpresa, que nos desbordan del cauce, nos arrastran como un torrente y lo único honesto es decir la verdad sobre aquello que se siente. Pero él era incapaz de tomar decisiones.

 Jamás desde que le conocí lo había hecho. Se había limitado a dejarse llevar como hacen las hojas con el viento sin oponer resistencia. Mostrando una aparente docilidad que me ponía contra las cuerdas siempre a mí y me había granjeado en nuestro círculo de amigos fama de mandona e implacable porque hay ciertos rasgos del carácter que no se perdonan en femenino. Ser una mujer decidida me ha supuesto un peaje del que por otro lado no me arrepiento.

Esa actitud de indolencia le llevaba a no asumir nunca la culpa de nada. A no responsabilizarse de ningún camino o hoja de ruta que transitara. Siempre había sido yo la de los planes. La que sugería ideas. Sospecho que incluso se casó conmigo porque yo se lo pedí, de lo contrario hubiéramos sido una eterna pareja de novios conviviendo en su apartamento de solteros. Con aversión al matrimonio, a los hijos, a los viajes, a la compra de una casa, a las hipotecas, a las cenas de Navidad en familia, a los sobrinos y a cualquier mínimo movimiento, avance, compromiso o afecto colateral que nos introdujera en la vida adulta y tradicional. Era como si no le gustara tener demasiado arraigo con las cosas o las personas, a excepción de sus libros nada le entusiasmaba en demasía. Tenía naturaleza de isla, siempre anclado en el mismo sitio, pero lejos del continente que eran los demás.

Pero el tiempo se venga de las certidumbres y ahora Rafa estaba enamorado perdidamente de una veinteañera que ocupaba su mente y su corazón de manera categórica. De ese modo implacable y voraz en que se enamora la gente joven y con medio siglo a cuestas reconocer esa dependencia de una mujer le asustaba más que nada. No se atrevía a irse con ella, pero quedarse no era una alternativa. No al menos para mí, que me veía inmersa en un naufragio que no había provocado y ya me quedaban pocas fuerzas para mantenerme a flote. Sentía que tenía que moverme, avanzar hacia algún sitio, en cualquier dirección, era mejor que la quietud que me carcomía por dentro.

No éramos ese tipo de pareja ruidosa que se tiran los trastos a la cabeza. Que discuten en una cena con amigos sin importarles la presencia de los demás. Que se lanza reproches sin contemplaciones ni miramientos. Nunca hubiéramos protagonizado nuestra particular Guerra de los Rose. Sin embargo septiembre se llevó los puentes que quedaban en pie. Se llevó también dos maletas con ropa, su colección de vinilos, cinco o seis cajas de libros y a cambio dejó su juego de llaves en el cenicero de la cocina después de un severo portazo, que fue seguramente lo más rotundo que dijo en aquel tiempo. Refugiada en el cuarto de baño y sentada ridículamente en la taza con los codos apoyados en las rodillas y las manos sujetando la cara de desconsuelo, escuché su ir y venir al ascensor hasta que la casa quedó sumida en un silencio que ya venía de lejos pero que ahora se instalaba como un huésped estable y predecible. Decidí permanecer en aquel encierro voluntario y protector unos minutos más con el ánimo de evitar una escena de reencuentro no deseada si el volvía a recoger alguna cosa olvidada por la premura de la marcha. Después con la confianza de que eso no sucedería me aventuré a descerrajar la puerta y salí al exterior como si mi propia casa fuera un territorio desconocido en el que mantenerse alerta para escudriñar los peligros que acechaban ocultos tras el armario o el aparador repentinamente amenazadores en su doméstica existencia. Sentí la tibieza de la alfombra de lana en los pies fríos, descalzos y me encaminé a la cocina con la improvisada intención de fumar para calmar el nerviosismo que se había apoderado de mí. Abrí el cajón y rebusqué hasta dar con el mechero. La lluvia caía ahora con más intensidad y gruesos regueros se deslizaban por el vidrio de la ventana de la cocina, igual que lo hacían las lágrimas por mi rostro. Al unísono. Fue un consuelo no tener que llorar sola. De pie junto a la ventana vi las luces de su coche alejarse hasta desaparecer al fondo de la calle. Sentí un frío repentino que me llevó a abrazarme a mí misma cruzando los brazos sobre el pecho mientras aspiraba profundamente el humo. Había vuelto a fumar después de una década de abstinencia.

1 comentario:

  1. Hay momentos de la vida en que te encuentras perdido y sin un rumbo definido incluso rozando lo que puede llegar a ser un ápice de desesperación y este relato lo releja genial. Con ese final auhumado que demuestra que, después de tantos años, el desequilibrio vuelve a la vida de la protagonista y que a través de ella podemos sentir mientras leemos.

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