martes, 26 de febrero de 2019

LA PROCESIÓN (Ángeles Madriñan)

Yo iba de la mano de mi madre, con mis zapatos rojos de charol arrogante y un vestido que se derramaba en lazos. El pelo largo cuidadosamente trenzado y toda la certeza de la que uno es capaz con nueve años de que en aquel cuerpo no cabía mi alma. Un alma pura, indómita, de niña-niño, con el pelo crespo, corto y despeinado, deportivas de puntera desgastada y vaqueros que heredaba de mi primo Javier dos años mayor que yo. Un parentesco que me permitía cobijarme en las herencias.

En la procesión del Corpus reinaba un silencio antiguo, acunado por el compás de los fieles, que parecían ponerse de acuerdo para caminar al mismo ritmo. Miré a mi madre, incómoda como estaba en el envoltorio festivo y ella me devolvió la sonrisa. Al perderme en su mirada encontré algo que desde hacía tiempo buscaba. El orgullo íntimo que proporciona el alma libre para acomodarse a cualquier cuerpo. El cuerpo que te viste y te calza cada amanecer desnudo. Ella no lo sabía. No sabía quien era yo. Su hija con vestido color pastel. La más hermosa de todas. De todos. La quise tanto o más porque estaba ciega y yo aprendiendo a mirar.

Al fondo se veía la Plaza del Santo Cristo, donde muchos abandonaban el recogimiento y se perdían por los soportales para tomar los mejores helados de la ciudad. También yo quise salirme de la fila y me arranqué a escondidas uno de los lazos. Tardé años en arrancarme todo aquello que no me pertenecía.

lunes, 18 de febrero de 2019

LA PROCESIÓN DE LA MUERTE (Javier de la Iglesia)

Yo soy un enamorado de la historia. Y para escribir este relato me inspiré en los hechos reales que acaecieron hace muchos años en España y en un personaje, que, en mi opinión, es uno de los más interesantes y maltratados de la historia de nuestro país.


LA PROCESIÓN DE LA MUERTE


Octubre florecía, y por esa época las noches en Castilla empezaban a caer frías. A la luz de un candil una mujer cosía los desperfectos del viejo jubón de su marido que dormía plácidamente en el lecho nupcial. Entre puntada y puntada echaba un ojo a través de los viejos cristales estallados de la antigua ventana. Al otro lodo se extendían los yermos campos de Castilla bañados por la oscuridad de la noche, unos campos que parecían ser eternos, que se mezclaban en el horizonte con el cielo del anochecer. En un punto de ese lugar, donde la tierra se unía con el cielo, apareció algo que la distrajo de su delicada labor. A lo lejos, donde se empezaba a ver aquel agreste sendero que atravesaba los campos castellanos, empezó a aparecer una luz parpadeante que pronto se vió acompañada por otras más. A ella se le cayó la aguja de la mano, quedando suspendida en el aire gracias al hilo que la enhebraba.

¿Acaso serian verdad los rumores que circulaban por tierras castellanas en aquellos tiempos? El cuerpo se le heló solo de pensarlo. La piel de sus brazos se le volvió de gallina, separándosele todos los pelos del cuerpo volviéndose escarpias.

Se decía que salía por las noches, cruzando los campos castellanos envueltos en la oscuridad, solo iluminados por las velas que acompañaban la mortuoria peregrinación. Decían que se disponía a avanzar hasta Granada, pero llenaba de miedo todos los pueblos por donde pasaba.

La mujer abrió la ventana para poder verlo mejor pues los cristales estallados se lo impedían. Aquella procesión de luces seguía avanzando y cada vez se hacía más grande y cercana. La brisa de la noche agitaba las llamas de las velas, sin apagarlas, haciendo que el olor de la cera llegase hasta la casa, aportando más miedo aún. Ya no había duda. Los rumores eran ciertos: La procesión de la muerte.
Algo la impulsó a salir de la casa. Al abrir la puerta ya se empezaban a oír. Se acercaban el olor a cera, el murmullo de los rezos acompañado por el tintineo de los rosarios, el cíclico chirrío de las ruedas del carromato que llevaba aquel regio féretro que presidía la comitiva fúnebre. La oscuridad de la noche le aportaba un aspecto más tétrico si se podía aún.

Ya se había acercado demasiado, ahora podía verlo todo pasando por delante de sus ojos. Detrás del carro que transportaba el ataúd real iba ella, la reina que todos dieran en llamar “La loca” Las caras se encontraron en medio del murmullo de las damas de la corte que la acompañaban y el crepitar de las llamas de las velas que aportaban una tenue luminosidad a la noche. Los ojos de aquella pobre reina estaban llenos de lágrimas contenidas. Su rostro ojeroso y triste mantenía la entereza que la caracterizaba. Era la cara de una mujer muerta en vida, su alma iba acostada dentro de aquel féretro con los restos insepultos de aquel funesto y perverso rey del que ella se había enamorado enfermizamente, aun sabiendo que había sido un hombre cuya crueldad era inversamente proporcional a su hermosura. Las miradas de ellas se tropezaron y la mujer no pudo menos que hacer una reverencia ante la reina de Castilla, que se había parado delante de ella. Cuando se levantó de la genuflexión, la desdichada soberana le esbozó una triste sonrisa y siguió su luctuoso camino.

La mujer se quedó mirando a la procesión hasta que desapareció a lo lejos, apenada por aquella hija de la gran reina Isabel, cuya única locura había sido la del amor, que caminaba errante por los nocturnos campos de Castilla en avanzado estado de gestación detrás de los despojos del hombre que le había robado la vida. Despojos que admiraba cada vez que paraban en el siguiente pueblo, abriendo el ataúd y volviéndolo a cerrar después de rezar una oración por el alma de aquel cuerpo que poco a poco se iba momificando. Todo él menos el corazón, que una vez muerto se lo habían sacado y mandado a Flandes, un corazón con el que se había marchado también el alma de aquella reina a la que el pueblo llamaba, cariñosamente: “Doña Juana, La loca”

martes, 12 de febrero de 2019

¿CÓMO TE LLAMAS? (Javier de la Iglesia)

Abrí los ojos. Todo estaba oscuro en mi habitación en el cuarto piso del edificio. Los números fluorescentes del reloj digital no alumbraban ¿Se había ido la luz? Estiré la mano y lo comprobé en la llave; efectivamente se trataba de un corte en la línea eléctrica. Me incorporé en la cama, inquieto, pero las campanas de la catedral, que sonaban a lo lejos, me tranquilizaron. Anunciaban los ocho de la mañana. Aún tenía tiempo.


A oscuras me levanté y fui hacia la ventana. Busqué a tientas la tira de la persiana y la subí. En ese instante el cuerpo se me heló a pesar del calor de los rayos del sol, que a través del cristal, se posaban en mi piel. Era como si se convirtiesen en mil cuchillos clavándoseme por
todo el cuerpo de forma agónica. Cerré los ojos y los volví a abrir. Todo seguía a oscuras. Las piernas me empezaron a temblar y mi respiración se aceleró. Un sudor frio afloró por todo mi cuerpo y perdí el equilibrio hasta que mis manos encontraron la pared. Entonces recordé las palabras del médico después de mencionar aquella cifra tan corta: “El principio del fin empezará por la ceguera”


Me lleve la mano a la cabeza tirándome de los pelos. Quise gritar, pero mis cuerdas vocales estaban en shock. Mi estómago estaba vacío pero las arcadas llegaron hasta hacerme sentir el sabor amargo de la bilis. Apreté las sienes con mis manos, tanto que parecía que la cabeza se me volatilizaría. Una bocanada de aire entró en mis pulmones, quemándolos, y se quedó atrapada. Era imposible echarla fuera de mí. Un ardor parecía apretarme el pecho y me ahogaba. Interiormente gritaba con desconsuelo, tanto que mi cuerpo parecía deshacerse en pedazos dentro de aquella asfixiante oscuridad… y cuando ya parecía que mi corazón se pararía haciéndome explotar el pecho, sentí el calor de una mano que apretaba la mía. No podía ver nada, pero sentía su presencia y sus vibraciones que me daban una extraña e inquietante paz. Solté todo el aire de golpe, tan rápido que me dolió el pecho escandalosamente. Sentía que esa mano me invitaba a seguirla, como si algo raro me envolviese, y me sentí flotar en un vacío negro e infinito, sumido en aquella oscuridad que no me abandonaba.


Y de repente luz, mis ojos se inundaron de una luz cegadora. La sensación de paz era infinita, solo yo parecía estar en el mundo acompañado de aquella mano que sostenía la mía. La mire y ahí estaba junto a mí. Era la mano de un hombre alado que me dijo:

- Hoy vuelve a empezar todo para ti.

- ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? - le pregunté, oyéndome con eco.


Y levantando el vuelo, soltándome la mano, entre el agitar de sus alas me dijo sonoramente mientras desaparecía:

- Mi nombre es DESESPERACIÓN.

De pronto el mundo me envolvió de nuevo. El ruido volvió a inundar mis oídos. La gente corría gritando, pasaba por mi lado hacia un punto a mis espaldas, ignorándome como si fuese invisible. Me giré lentamente elevando la vista y vi la ventana del cuarto piso abierta. Dejé resbalar la mirada por la fachada hasta el suelo y lo que vi me dejó petrificado. En la acera, sobre un charco de sangre, yacía mi cuerpo inerte.

lunes, 4 de febrero de 2019

RECICLANDO/FILOSOFANDO (Ángeles Madriñan)

Guindo no lixo
pan reseso
macarróns con mofo
e reproches do mediodía


Ti que presumes de reciclar
separa
simplifica
Se me queres
queda
contedor verde, orgánicos


Se non me queres
marcha
lisca
contedor amarelo, plásticos


Pero non aguilloes
non rifes
non me manques
non enchas de tristuras
o contedor de papel