lunes, 14 de enero de 2019

Tiempo cansado (Marcos de Manuel)

Aquel deseo de dejarlo todo y a todos le había seguido durante años, varios intentos de suicidio en su más temprana juventud le hicieron comprender que no era tan fácil poner punto y final, o al menos que a ella no se le daba demasiado bien. Aunque hacía ya tiempo que esa pasión de antaño se había convertido en una convicción moribunda, no pasaba un día sin desearse libre del mundo y sus circunstancias. Zoe había aprendido a sofocar esas ansias de aniquilamiento personal a base de tequila y ansiolíticos, una mezcla que se paseaba por su cerebro mientras la muerte no dejaba de rondar su esperanza, pero por suerte agonizaba más su deseo de morir que ella misma.

Pasaron los años y aquella convicción fatal se perdió definitivamente entre los veinte y los veinticinco años. Después de acabar periodismo empezó a trabajar en un periódico local, a lo que siguió una larga vida de lugares comunes: conoció al hombre de su vida paseando por el parque, tras tres años de noviazgo se casaron ante doscientos invitados para luego irse a Cancún de luna de miel, tuvieron dos hijos (niño y niña, la parejita), y después de veintitrés años casados se divorciaron porque “se acabó el amor” según él y “una de veinte” según ella.

Le siguió una vejez solitaria en un pequeño piso del casco viejo orensano, donde no recibía visitas salvo las de rigor de los hijos en fechas señaladas, o las de la policía que acudía tras recibir alguna llamada anónima sugiriendo la posibilidad de que la señora del quinto hubiera muerto hace días. Así pasaron otros treinta años, sin apenas éxitos laborales de los que vanagloriarse ante los extraños. Con ochenta y dos años a sus espaldas, Zoe ya solo esperaba el día en que tuviera que abandonar todo de una vez, aunque parecía tener una salud de hierro que no cedía ni al más duro de los inviernos.

Su carrera como periodista no había sido la más brillante, pero aún guardaba en un pequeño álbum los recortes de todos los artículos, la mayoría de sociedad, que le habían publicado en el periódico al que dedicó la mayor parte de su vida, “Ourense al día”. Así pasaba las tardes, recordando aquella vida de soledad y tiempo cansado, hasta que una tarde llamaron a la puerta. Sorprendida y animada por la inesperada visita abrió sin preguntar siquiera, tras lo cual se encontró con un hombre alto y joven, de no más de treinta años, bien parecido y elegantemente vestido con un traje negro. A primera vista no reconoció en él a ninguno de sus nietos, pero fue tan solo cuestión de perderse en esos ojos grandes y negros, profundos como un abismo y tan demoledores como impasibles, para comprender que tenía delante a aquel amante de su juventud que buscó y no halló: La Muerte.


* Hola, querida Zoe. – una sonrisa fría acompañaba al saludo.

* Eres… vienes a buscarme? Te esperaba hace más de cincuenta años. – un tono de reproche siguió al miedo inicial.

* Tranquila, querida, luego habrá tiempo para eso. Necesito preguntarte algo antes, y he tenido que venir personalmente a resolver mi duda. Aún piensas en mi? Aún te despiertas llorando por esta vida que deseas que acabe?

* Si te digo la verdad… no. Hace mucho te he deseado con pasión, pero con infortunio. Pero han pasado muchos años y cuanto más transcurre la vida, por triste que sea, menos quieres dejarla. – su mirada decía todo lo contrario, en sus ojos resurgía cierta luz juvenil.

* Me decepciona saberlo… pero bueno, al menos distingo cierto brillo en tu mirada. – la misma sonrisa fría acompañaba toda la conversación – Acompáñame, querida, y no tengas miedo, por fin llega la liberación que tanto habías deseado.


Al cabo de tres días una llamada anónima avisaba a la policía; “la comisaría? Parece que la vecina del quinto ha muerto, o al menos por el olor…”. Los agentes estaban cansados de subir cinco pisos para nada, por lo que tuvieron que pasar cinco días e innumerables llamadas de queja para que fueran nuevamente al piso. Encontraron a Zoe sentada en el sofá del salón con una sonrisa limpia y el álbum de recortes en el regazo, en el que aparecía la cobertura informativa de la boda en una tonadillera y un torero. Hasta en su muerte, tan extraordinaria, un lugar común.

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