lunes, 7 de enero de 2019

Revolución. (Marcos de Manuel)

En su vida solo había sitio para salvar un mundo al que le gustaba su estado de progresiva decadencia, nadie pedía un mesías al que castigar convirtiéndolo en mártir. Sin embargo, él se empeñaba en limpiar el mundo de injusticias y desmanes; se autoproclamaba como la voz del pueblo. Un pueblo mudo y sordo que no quería gritar ni oír los gritos de otros. Sus relaciones para/con los demás se limitaban a organizar eventos, pulir discursos y alguna que otra airada discusión con el adversario de turno. Sus viejas amistades de facultad habían desistido en su esfuerzo por mantener unos lazos con él ya oxidados. Apenas le llamaban ya para verse, desanimados por las continuas negativas.


Después de varios días de insistencia aceptó la invitación de una antigua amiga, a la que no veía desde hace más de quince años, para cenar y ponerse al día; como toca con las viejas amistades que se distancian. No le apetecía asistir y pensó que con su mera asistencia cumpliría el trámite. Para solucionar el envite, manteniendo cierta diplomacia, pactó con su secretaria una llamada de ésta a las diez en punto de la noche en la que adujera una situación de urgencia cualesquiera, para la que su presencia fuera obligada. Se disculparía con su anfitriona y desaparecería de aquella cena, de aquella casa y de aquella compañía con la intención de no volver a verla en otros diez años.


Con la salvaguarda de la llamada telefónica de las diez en punto fue relajado al encuentro. Eran las nueve y, con la botella de vino de rigor, esperaba en la puerta a que le abriera su vieja compañera de “manifas”.


Zoe apenas había cambiado desde la última vez que se vieron en una concentración frente al ayuntamiento, gritando consignas y repartiendo panfletos. Empezaban a entreverse ciertas patas de gallo y su pelo comenzaba a perder el brillo de antaño, pero le sorprendió descubrir en sus ojos la misma mirada viva que recordaba de aquellos años y aquella sonrisa abierta que hacía perder los papeles al más recalcitrante de los reaccionarios.


Pasadas ya las nueve y media, aún sin haber empezado a cenar, decidió apagar el móvil. No recordaba la última vez que había compartido aquella cómoda intimidad con alguien; fue inmediata la recuperación de aquella camaradería perdida con los años. Recordaron los viejos tiempos con nostalgia pero sin tristeza; las noches de bares y amaneceres disuasorios, los días de lucha juvenil pegando carteles y otras tantas historias que recordaron entre vino y risas. Al acabar la cena decidieron brindar con licor por dos amigos fallecidos uno y dos años atrás; él no había podido asistir a los funerales por estar en sendos congresos del partido.


Eran las dos de la madrugada cuando se despidieron. Intentó convencer a Zoe de que volviera a la vida política; hablaría con el secretario general y seguro que le harían un hueco en el partido. No podían dejar de verse así; dejar pasar otros diez años. Zoe le miró a los ojos con ternura y dijo:


* Te parecerá egoísta, pero ya no me importa a donde se dirige el mundo. No me entiendas mal, claro que seguiré pensando que el fuerte oprime al débil y que hay muchos que merecen morir ahogados en su dinero, pero ahora sé que hay cosas mucho más importantes. En el instante anterior a que me vaya de este mundo no voy a recordar a Marx o a Sartre, ni escucharé a Silvio o Jara. En ese último instante solo podré pensar en los amigos que dejo atrás y en los que después de tantos años no fui capaz de perdonar o pedir que me perdonen. Pensaré en ti, en Clara, en Nacho, en el grupo que éramos y en los pocos que quedamos. Y te aseguro que la única canción o consigna que escucharé será la risa de mis hijos jugando ajenos a injusticias.


Este político vocacional y concienciado, amodorrado en un cómodo sistema de reglas y jerarquías, comprendió mientras volvía a casa que el cambio buscado debía empezar por él y su entorno. De poco servía alentar al obrero a prosperar si su propia vida era una miseria. En cuanto llegó a casa cogió su vieja agenda de teléfonos y empezó a llamar a los viejos camaradas. Eran las tres de la madrugada y por un momento dudó en dejarlo para el día siguiente, pero pensó que si hubo alguna vez una auténtica revolución era esta y que alguien dijo en una ocasión que estas cosas deben hacerse de forma inmediata y global, por lo que empezó a marcar el primer número para así salvar al único mundo que nunca debió dejar al borde del abismo: el suyo.

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