lunes, 28 de enero de 2019

Sé libre (Yolanda Mosteiro)

El monstruo nos ha pillado haciendo las maletas. Mi mamá se ha puesto muy nerviosa y me ha pedido que me esconda en el armario hasta que todo pase. El monstruo entra en casa arrasando todo a su paso y gritando a pleno pulmón. Desde mi escondite, escucho el ruido de cristales al estrellarse contra el suelo y la voz que tanto temo insulta a mi madre, llamándola puta y otras palabras feas que no comprendo.
—¿A dónde crees que vas con esas maletas? —chilla.
—Yo…, yo… —murmura mamá, aterrorizada.
—Yo, yo, yo —se burla—. ¡Habla de una maldita vez!
—Me voy…, quiero…, quiero el divorcio.
Un fuerte golpe seco, seguido de los gritos de mi madre, es todo lo que necesito para empezar a llorar e hipar de forma descontrolada.
—¿Dónde está esa mocosa? —Silencio. El monstruo comienza a chillar mi nombre mientras me busca por la casa. Yo me cubro con los abrigos de mamá, agarrando con fuerza mis rodillas y temblando como una hoja por el temor a ser descubierta.
 —¡Responde!, ¿dónde está esa maldita niña?
—No, no… ¡Está en casa de mi madre!
—¡Maldita puta! ¡Lo tenías todo planeado! —Un nuevo golpe seco me sobresalta—. ¿Acaso piensas apartarme de mi hija?
—Deja que nos vayamos, por favor…—solloza mamá.
—¡Eso nunca! Antes…., antes te mato, ¿lo entiendes?
Mi llanto se hace más agudo al oír las amenazas del monstruo, y el grito amargo de mi madre me hace comprender que ha descubierto mi escondite.
Las puertas del armario se abren de golpe y la luz del mediodía me ciega cuando el animal me saca arrastras de mi refugio, sujeta por los pelos.
—¿Qué hacías ahí? —escupe.
—Deja a la niña, por Dios, ¡déjala! —suplica mi madre.
El monstruo mira a mamá con odio y me sujeta con más fuerza. Ella se lanza hacia mí para arroparme entre sus brazos, pero él la empuja con fuerza y la tira al suelo. Quiero ir junto a ella, abrazarme a su cuerpo y que me diga que todo pasará, pero él no me deja. Mi mamá se lanza de nuevo, está vez contra él, golpeándolo en el pecho hasta que logra que me suelte. Escapo de su alcance y me refugio detrás de ella, pero él saca una navaja del bolsillo y la amenaza. Ambos forcejean durante unos minutos. Sus brazos se enzarzan y no me dejan ver lo que sucede, pero sé que mi mamá no tiene tanta fuerza como el monstruo.
Las sirenas de policía asustan a mi papá, pero ya es demasiado tarde. Mi madre cae al suelo con la barriga cubierta de sangre antes de que nadie pueda hacer algo para evitarlo. El monstruo se lleva las manos a la cabeza, pasea por la habitación con nerviosismo y, finalmente, sale corriendo de casa con la navaja en la mano.
Me agacho junto a mi mamá, junto a mi ángel de la guarda. El suelo está cubierto de sangre y yo me abrazo a ella, buscando consuelo para mis lágrimas. Su mano me acaricia la cabeza con suavidad y, antes de irse para siempre, me susurra al oído:
—Sé libre, mi niña.
Me despierto empapada en un sudor frío y con las mejillas bañadas por las lágrimas amargas de los recuerdos. Aún ahora, trece años después de aquel maldito día, las pesadillas me acompañan por la noche y la sensación de desamparo me embarga cada amanecer. Solo esas cuatro palabras tatuadas en mi muñeca me dan la fuerza que necesito para levantarme cada día y seguir con mi vida. Solo la idea de luchar y ayudar a otras personas que están pasando por lo mismo, me ayuda a seguir adelante. Solo la esperanza de que esto acabe algún día y que nadie tenga que pasar por una situación semejante nunca más.

lunes, 21 de enero de 2019

Despertar (Noela Martino Brea)

La oscuridad de la habitación y recortado por las sábanas, un retal tímido de tu piel, que se deja acariciar por los rayos de sol que rompen la penumbra a través de las escasas rendijas de la persiana cerrada.

Noto tu respiración caliente, el amargor de tu aliento mañanero me excita y me recuerda lo que hicimos la pasada noche, ¿confundidas por el alcohol?...tal vez.

Tu pelo acaricia mi nariz y me hace cosquillas, quiero tocarte, pero me da miedo romper el encanto.
De nuevo el cosquilleo entre mis piernas se hace insoportable, como un río caliente recorre los lugares de los que hace unas horas se adueñaba tu lengua.

Saco la mano de debajo de las sábanas con timidez…el pulso me tiembla, pero el deseo es más fuerte. Como un aleteo de mariposa acaricio tu cuello, sonríes dormida, dibujo con las yemas de los dedos tu clavícula y tu esternón, subiendo por uno de tus pechos hasta la areola de tu pezón en el que me detengo y pellizco con suavidad, pícaramente.... reclamando tu atención.

Abres los ojos con suavidad, noto la llama ardiendo en el fondo soñoliento de tus pupilas y antes de que pueda retirarme tu mano coge la mía y la lleva hasta tus labios secos y calientes.

Me chupas los dedos con sensualidad a la vez que me acaricias la espalda con la otra mano. No puedo evitar que se me escape un gemido de placer, mi cuerpo pide el tuyo con desesperación.

Te pones sobre mí y llevas mi mano salivada al centro de tu cuerpo trémulo, marcando el ritmo que necesitas. Te noto tan mía que no puedo evitar dejarme llevar por tus exigencias y por tus caricias en mi sexo. No puedo esperar más, te cojo por la nuca y te beso con pasión, buscando tu alma, buscando que acabemos a la vez.

Y en ese momento se abre el infinito, te miro a los ojos, ojos inundados de placer, opacos, estás en otro mundo, muy lejos de mí, pero jamás tan cerca.

Caes pesadamente sobre mi cuerpo, pecho con pecho, sexo con sexo, corazón con corazón, ambos retemblando como los tambores de batalla.

Me besas, ahora con timidez, con laxitud, no quisiera que esto acabase nunca. En ese momento suena tu móvil.

-Me tengo que ir.

Es lo único que dices mientras te levantas y recoges tu ropa de forma apresurada. Sé que este momento llegaría, que la noche acabaría y tendrías que volver con tu marido y tus hijos.

Ahora solo me queda escucharte, tomar un café de vez en cuando y pensar en la próxima “Noche de chicas”.

lunes, 14 de enero de 2019

Tiempo cansado (Marcos de Manuel)

Aquel deseo de dejarlo todo y a todos le había seguido durante años, varios intentos de suicidio en su más temprana juventud le hicieron comprender que no era tan fácil poner punto y final, o al menos que a ella no se le daba demasiado bien. Aunque hacía ya tiempo que esa pasión de antaño se había convertido en una convicción moribunda, no pasaba un día sin desearse libre del mundo y sus circunstancias. Zoe había aprendido a sofocar esas ansias de aniquilamiento personal a base de tequila y ansiolíticos, una mezcla que se paseaba por su cerebro mientras la muerte no dejaba de rondar su esperanza, pero por suerte agonizaba más su deseo de morir que ella misma.

Pasaron los años y aquella convicción fatal se perdió definitivamente entre los veinte y los veinticinco años. Después de acabar periodismo empezó a trabajar en un periódico local, a lo que siguió una larga vida de lugares comunes: conoció al hombre de su vida paseando por el parque, tras tres años de noviazgo se casaron ante doscientos invitados para luego irse a Cancún de luna de miel, tuvieron dos hijos (niño y niña, la parejita), y después de veintitrés años casados se divorciaron porque “se acabó el amor” según él y “una de veinte” según ella.

Le siguió una vejez solitaria en un pequeño piso del casco viejo orensano, donde no recibía visitas salvo las de rigor de los hijos en fechas señaladas, o las de la policía que acudía tras recibir alguna llamada anónima sugiriendo la posibilidad de que la señora del quinto hubiera muerto hace días. Así pasaron otros treinta años, sin apenas éxitos laborales de los que vanagloriarse ante los extraños. Con ochenta y dos años a sus espaldas, Zoe ya solo esperaba el día en que tuviera que abandonar todo de una vez, aunque parecía tener una salud de hierro que no cedía ni al más duro de los inviernos.

Su carrera como periodista no había sido la más brillante, pero aún guardaba en un pequeño álbum los recortes de todos los artículos, la mayoría de sociedad, que le habían publicado en el periódico al que dedicó la mayor parte de su vida, “Ourense al día”. Así pasaba las tardes, recordando aquella vida de soledad y tiempo cansado, hasta que una tarde llamaron a la puerta. Sorprendida y animada por la inesperada visita abrió sin preguntar siquiera, tras lo cual se encontró con un hombre alto y joven, de no más de treinta años, bien parecido y elegantemente vestido con un traje negro. A primera vista no reconoció en él a ninguno de sus nietos, pero fue tan solo cuestión de perderse en esos ojos grandes y negros, profundos como un abismo y tan demoledores como impasibles, para comprender que tenía delante a aquel amante de su juventud que buscó y no halló: La Muerte.


* Hola, querida Zoe. – una sonrisa fría acompañaba al saludo.

* Eres… vienes a buscarme? Te esperaba hace más de cincuenta años. – un tono de reproche siguió al miedo inicial.

* Tranquila, querida, luego habrá tiempo para eso. Necesito preguntarte algo antes, y he tenido que venir personalmente a resolver mi duda. Aún piensas en mi? Aún te despiertas llorando por esta vida que deseas que acabe?

* Si te digo la verdad… no. Hace mucho te he deseado con pasión, pero con infortunio. Pero han pasado muchos años y cuanto más transcurre la vida, por triste que sea, menos quieres dejarla. – su mirada decía todo lo contrario, en sus ojos resurgía cierta luz juvenil.

* Me decepciona saberlo… pero bueno, al menos distingo cierto brillo en tu mirada. – la misma sonrisa fría acompañaba toda la conversación – Acompáñame, querida, y no tengas miedo, por fin llega la liberación que tanto habías deseado.


Al cabo de tres días una llamada anónima avisaba a la policía; “la comisaría? Parece que la vecina del quinto ha muerto, o al menos por el olor…”. Los agentes estaban cansados de subir cinco pisos para nada, por lo que tuvieron que pasar cinco días e innumerables llamadas de queja para que fueran nuevamente al piso. Encontraron a Zoe sentada en el sofá del salón con una sonrisa limpia y el álbum de recortes en el regazo, en el que aparecía la cobertura informativa de la boda en una tonadillera y un torero. Hasta en su muerte, tan extraordinaria, un lugar común.

lunes, 7 de enero de 2019

Revolución. (Marcos de Manuel)

En su vida solo había sitio para salvar un mundo al que le gustaba su estado de progresiva decadencia, nadie pedía un mesías al que castigar convirtiéndolo en mártir. Sin embargo, él se empeñaba en limpiar el mundo de injusticias y desmanes; se autoproclamaba como la voz del pueblo. Un pueblo mudo y sordo que no quería gritar ni oír los gritos de otros. Sus relaciones para/con los demás se limitaban a organizar eventos, pulir discursos y alguna que otra airada discusión con el adversario de turno. Sus viejas amistades de facultad habían desistido en su esfuerzo por mantener unos lazos con él ya oxidados. Apenas le llamaban ya para verse, desanimados por las continuas negativas.


Después de varios días de insistencia aceptó la invitación de una antigua amiga, a la que no veía desde hace más de quince años, para cenar y ponerse al día; como toca con las viejas amistades que se distancian. No le apetecía asistir y pensó que con su mera asistencia cumpliría el trámite. Para solucionar el envite, manteniendo cierta diplomacia, pactó con su secretaria una llamada de ésta a las diez en punto de la noche en la que adujera una situación de urgencia cualesquiera, para la que su presencia fuera obligada. Se disculparía con su anfitriona y desaparecería de aquella cena, de aquella casa y de aquella compañía con la intención de no volver a verla en otros diez años.


Con la salvaguarda de la llamada telefónica de las diez en punto fue relajado al encuentro. Eran las nueve y, con la botella de vino de rigor, esperaba en la puerta a que le abriera su vieja compañera de “manifas”.


Zoe apenas había cambiado desde la última vez que se vieron en una concentración frente al ayuntamiento, gritando consignas y repartiendo panfletos. Empezaban a entreverse ciertas patas de gallo y su pelo comenzaba a perder el brillo de antaño, pero le sorprendió descubrir en sus ojos la misma mirada viva que recordaba de aquellos años y aquella sonrisa abierta que hacía perder los papeles al más recalcitrante de los reaccionarios.


Pasadas ya las nueve y media, aún sin haber empezado a cenar, decidió apagar el móvil. No recordaba la última vez que había compartido aquella cómoda intimidad con alguien; fue inmediata la recuperación de aquella camaradería perdida con los años. Recordaron los viejos tiempos con nostalgia pero sin tristeza; las noches de bares y amaneceres disuasorios, los días de lucha juvenil pegando carteles y otras tantas historias que recordaron entre vino y risas. Al acabar la cena decidieron brindar con licor por dos amigos fallecidos uno y dos años atrás; él no había podido asistir a los funerales por estar en sendos congresos del partido.


Eran las dos de la madrugada cuando se despidieron. Intentó convencer a Zoe de que volviera a la vida política; hablaría con el secretario general y seguro que le harían un hueco en el partido. No podían dejar de verse así; dejar pasar otros diez años. Zoe le miró a los ojos con ternura y dijo:


* Te parecerá egoísta, pero ya no me importa a donde se dirige el mundo. No me entiendas mal, claro que seguiré pensando que el fuerte oprime al débil y que hay muchos que merecen morir ahogados en su dinero, pero ahora sé que hay cosas mucho más importantes. En el instante anterior a que me vaya de este mundo no voy a recordar a Marx o a Sartre, ni escucharé a Silvio o Jara. En ese último instante solo podré pensar en los amigos que dejo atrás y en los que después de tantos años no fui capaz de perdonar o pedir que me perdonen. Pensaré en ti, en Clara, en Nacho, en el grupo que éramos y en los pocos que quedamos. Y te aseguro que la única canción o consigna que escucharé será la risa de mis hijos jugando ajenos a injusticias.


Este político vocacional y concienciado, amodorrado en un cómodo sistema de reglas y jerarquías, comprendió mientras volvía a casa que el cambio buscado debía empezar por él y su entorno. De poco servía alentar al obrero a prosperar si su propia vida era una miseria. En cuanto llegó a casa cogió su vieja agenda de teléfonos y empezó a llamar a los viejos camaradas. Eran las tres de la madrugada y por un momento dudó en dejarlo para el día siguiente, pero pensó que si hubo alguna vez una auténtica revolución era esta y que alguien dijo en una ocasión que estas cosas deben hacerse de forma inmediata y global, por lo que empezó a marcar el primer número para así salvar al único mundo que nunca debió dejar al borde del abismo: el suyo.

jueves, 3 de enero de 2019

La caja (Marcos de Manuel)

Al borde del cabo Vilán, entre el faro y el eterno azul, está Zoe. Dispuesta a acabar con todo, contempla la inmensidad de aquel horizonte con la única pertenencia que llegó a ser importante para ella: una vieja caja de puros. Zoe había decidido cambiar de dirección en su vida, romper con todo y tod@s, volver a empezar de cero. La magnitud de los motivos poco importaba; era aquella sensación de haber agotado una vía la que le empujaba a dar un vuelco a su destino, y el modo más directo de hacerlo era dejar que las olas destrozasen aquella caja de la forma más violenta.

Zoe guardaba allí sus sueños y recuerdos de infancia. Con diez años inauguró la caja con una foto de Kika, una perrita de agua que fue la mejor de las amigas; también guardó a los quince unos pendientes rojos de fantasía que le regaló su primer novio, al que no volvió a ver después de acabar aquel curso; con la mayor de las ilusiones guardó una partitura de “Nuvole Bianche”, con la que soñaba crear la más dulce de las melodías. Todas las vidas de Zoe convivían en aquella raída caja, desde cromos de “Candy-Candy” (por encima de todos, uno en el que sale Anthony) hasta cassettes de Dover y Los Piratas, pasando por la cabeza de una Chabel con su sombrero (lo único con vida que dejó Kika de la desdichada muñeca); atesorando en su alma innumerables emociones asociadas a aquellos objetos de los que hoy debe despedirse.

Ahora Zoe, decidida a desprenderse de su pasado, por duro que resulte, se ha resuelto a cambiar de camino en busca de la felicidad y alejarse de una vida que había acabado por agotarla. Tirar aquella caja de puros al mar es el primer y más duro paso que ha de dar. Aún a sabiendas de ser incierta la meta, la mera esperanza le anima a seguir adelante; trazar un rumbo y apostar sin conocer la meta que le aguarda. Una oportunidad para avanzar y mejorar como persona.

Con lágrimas en los ojos echa un último vistazo a aquella caja de madera que no volverá a ver. En esa batalla entre presente y tesoros de tiempo, comprende, a la vez que florece una sonrisa en su boca, que sus raíces de juventud siempre serán parte de Zoe, de sus caminos y su destino. En el último momento resuelve abrir la caja, que parecía llorar por su marcha al olvido, y recoge de su interior la pequeña imagen de Anthony y la partitura de piano, pues sabía que los sueños de infancia y la música nunca le abandonarían en sus nuevos horizontes. El resto fue arrojado al océano, mientras una lágrima y una sonrisa dibujaban su rostro.