lunes, 31 de agosto de 2020

O TRATO (Ángeles Madriñán)

 Pendurado dun cravo enferruxado hai un almanaque. Corre o mes de setembro de ano oitenta e un. Esa é a data da miña morte. A cociña é cativa e o meu pai é un home grande, cando el entra enche o espazo. Acéname co queixo cara o improvisado caxato que teño nunha esquina e dime “colle o pau, nena, que imos queimar rastrollos”. El xa arrombou todo o que precisa, uns mistos, barazas e unha fouce. O predio linda co monte de Mouroces, máis aló xa non hai prados, só lendas e tempos fuxidos. Este ano tiña unha boa colleita de trigo, chamamos a máquina de segar que teñen os do Roque, aínda que é un trangallo vello, cobra moito menos que a que teñen os da cooperativa, o malo é que non sega a rentes do chan e quedan uns rastrollos altos e agubiados que mesmo cortan as pernas, hai que andar con xeito para non se rabuñar. Meu pai saca do peto unha navalliña co gume moi afiado e corta xestas e codesos e con eles fai uns brazados que ata coas barazas que trouxo da casa, e dame a min a máis lixeira –colle e ponte detrás de min- advírteme. Risca os mistos e achégalle o primeiro a cana do trigo seco, que prende deseguida, e nuns segundos xa o lume se fai cargo dos rastrollos. Nos esculcamos cara el, coma sentinelas, mirando en fite coa vasoira envaiñada por se o inimigo quere saír do leito, “ ó lume hai que lle ter sempre moito respeto” di o meu pai.

Pero de súpeto o lume colle corpo, érguese violento e préndeme no pelo longo. Sinto arrepíos, o meu pai apágao coas mans e cheira a chamusco e a pel queimada. Estordigo. No ceo grallan as pegas coma preludio dunha pulsión sombriza que nos quere arrecantar nese curruncho. Collemos medo, e batemos con tódalas nosas forzas coas xestas, damos bategadas rabiosas na terra impando co esforzo, petamos. As labaradas non retroceden, estamos perdidos, non vemos máis aló dos nosos corpos, só cinza, terra, e un nó no gorxo. Bagoánnos os ollos.

Penso que o que está a pasar non é real, un pesadelo. Quéimome… de seguro que hai inferno… é este. Dun empurrón o meu pai sácame do ensimismamento e berra con desesperacion “ fuxe, vai pedir axuda, marcha e non mires atrás”. Non reacciono. Acanéame e mírame dun xeito aterrador, “ bule, axiña, tes que saír de aquí, tes que ser ti porque corres coma unha lebre”. Fágolle caso, lisco, xa estou lonxe do carril de entrada, pero hai un presentimento que me morde, dubido en deixalo alí e viro a cabeza, non está só…berran… algo…alguén… tremo. Unha silueta negra, non sei, se cadra é o medo…, e corro, corro, corro canto me dan as pernas, levo as zapatillas queimadas, cheira a goma ardida. As pedras máncanme os pés por baixo, non paro, sangro, pero non me doe. Peto forte co trinquete na portada da primeira casa, abren, fáltame o alento para falar, pero o verme xa saben o que sucede, - ¿onde é?, pregúntame Manuel de Darío, “en Portalaxosa”- aclárolle cun fío de voz. Sigo de porta en porta, e unha recúa de mulleres con sachos, fouces, rapaces con xestas, homes que prenden os tractores e enganchan as cubas diríxense cara o regato do muiño para cargar auga. Repenican as campás, tocan a lume. Faltánme as forzas, non salivo e machigo boralla. A última casa é a nosa, tropezó coa miña nai, que sae coma un lóstrego e revísame o corpo coma se me faltara un anaco, bícame na fronte e somos dúas máis na correntada de xente que bule en dirección ao incendio.

Xa chegan. Atacan o lume dende varios puntos. A auga sae cunha presión salvadora, os peóns apagan os restos nos comareiros, abren regos para facer cortalumes, os rapaces reparten porróns para darlle de beber a todos, a calor abrasa. Busco ao meu pai nese balbordo, enceréllome entre tanta xente, non está…penso no que vin, no que sentín o cómeme o medo. De socate danme os ollos nel, sentado no marco que hai contra o monte, ten os cóbados nos xeonllos e coas mans aberta suxeita a face descomposta e escura. Chora coma un neno, e eu apértoo coma se fora grande. As bágoas abren regueiros claros na pel, escorregan polo pescozo. Non falo. El cala derrotado, e nese intre sei que este ía ser o día da miña morte e que só un trato me acaba de librar dela. O trato dunha vida a cambio doutra. Se ves a morte como eu a vin, saberás que nunca marcha coas mans baldeiras.

A noitiña soan de novo as campás, pero agora tocan a defunto.-


Nota da autora.

 Este relato obtivo un accésit no I Concurso de Relato Curto Agustín Fernández Paz convocado pola Facultade de C.C. da Educación da Universidade da Coruña no ano 2018.-

O meu agradecemento ao xurado que premiou este relato por canto significa para min o que aquí relato. A realidade ás veces dase as máns coa ficción para ser contada. Non podería ser doutro xeito.

lunes, 17 de agosto de 2020

MÁS CERCA DE LO QUE PENSAMOS (Javier de la Iglesia)

 La fría niebla de Londres era más espesa esa mañana. O por lo menos parecía serlo cuando Lady Sarah abrió el portalón del cementerio y apreció que casi no se veían las lápidas aquel día temprano. El chirrío del portal y la fría temperatura del alba acompañados de la visión del cementerio envuelto en la espesa bruma, hicieron que todo el cuerpo de la joven retemblase, incluidas las flores que sostenía en su mano. Volvió a cerrar el portón y se hizo paso entre la frialdad de la niebla que parecía calarle hasta los huesos haciendo que todo su cuerpo se encogiese bajo el luctuoso vestido. A medida que avanzaba podía ir vislumbrando las tumbas, nichos y estatuas funerarias que, delante de sí, parecían ir saliendo del medio de la nebulosidad; pero si echaba la vista atrás parecía que aquellas lápidas que había visto hacia unos pasos desaparecieran entre lo que parecía ser un denso humo blanco.

La tumba de su hermana gemela estaba al fondo del camposanto. Tan solo hacia unos días que reposaba allí, en su última morada. Era la primera vez que Lady Sarah iba a visitarla desde hacía seis días que la habían enterrado. El silencio era sepulcral. Solo se oía un leve vientecillo que movía las ramas del ciprés bajo el cual estaba el sepulcro de su hermana. Al llegar se arrodilló pues la tumba era una losa baja en la cual rezaba el nombre de Lady Kate. Colocó el ramito de lilas blancas y hiedras que llevaba en su mano sobre la lápida y se quedó rezando por el alma de su gemela que había despedido hacia pocos días, después de una larga y agonizante enfermedad.

Envuelta en rezos y recuerdos estuvo allí un buen rato, tanto que la niebla empezaba a disiparse a pesar de que el sol aquella fría mañana no iba a hacer acto de presencia en el cielo londinense. Todos los recuerdos que la arropaban hicieron que una lágrima escapase de sus ojos desatando un caudaloso llanto que siguió.

De pronto algo la asustó. Un calor sobre el hombro. Una mano que se posaba en él la hizo saltar y darse la vuelta cortándole el llanto de forma brusca a causa del susto pues pensaba que no había nadie más a aquellas horas tempranas en el cementerio. Se quedó mirándolo de forma fija y con los ojos demasiado abiertos en una cara empapada por los lloros. No podía articular palabra a causa del sobresalto. Delante de ella se hallaba un hombre ya entrado en años. Muy elegantemente vestido, de pelo cano muy arreglado al igual que la barba. El largo abrigo gris lo hacía parecer más alto y delgado de lo que ya era. En la mano llevaba un sombrero de copa. Parecía sacado del siglo pasado

- Disculpe señorita mi intención no era asustarla – dijo mirando a la inscripción de la tumba - ¿Un familiar?

- Mi hermana – dijo la joven una vez consiguió articular palabra después de respirar hondo.

- Comprendo su dolor. La vi muy afectada y solo quería darle un poco de consuelo.

- Murió la semana pasada, es la primera vez que vengo a traerle flores y no me pude contener – explicó Lady Sarah ya un poco más tranquila.

- La pérdida de un ser querido nos afecta en demasía y más si estamos muy unidos a él. Pero no se preocupe joven- dijo el caballero sacando la vista de la tumba para posar sus ojos en los de la chica mientras le hablaba – le aseguro que la mano que se posó en su hombro hace unos minutos bien pudo ser la de su hermana y no la mía. Siempre están más cerca de lo que nosotros pensamos. Nunca nos abandonan. Palabra de Lord Arringthon.

Y diciendo esto se puso el sombrero saludando con la cabeza cortésmente y se dio media vuelta andando entre los demás mausoleos, perdiéndose entre la niebla que aun no se había disipado del todo.

Lady Sarah se frotó los brazos en medio de un sensación extraña mientras miraba como se alejaba y preguntándose cómo era que sabía que la tumba era de su hermana si no se lo había dicho ni ella lo conocía. Lo que había empezado como un intento de consuelo había acabado con una especie de temor que recorría su cuerpo de arriba abajo. Volvió a mirar la losa bajo la que descansaba su hermana muerta secándose las lágrimas que habían quedado perdidas por su rostro y se dio media vuelta también para marcharse.

Volvía a caminar entre tumbas pero ahora se veían más claramente pues la niebla ya no era tan densa. Llegando al portal de entrada al cementerio, algo que había visto de reojo la hizo volver atrás para fijarse más en lo que acababa de ver. Delante de ella había un nicho con una foto. Una foto en la que estaba el mismo hombre que hacía unos minutos le había puesto la mano en el hombro y le había estado hablando. Ante la incredulidad, Lady Sarah se acercó más a la foto para comprobar que sus ojos no le estaban jugando una mala pasada. ¡Era él! El mismo hombre de hacia unos minutos. Con el mismo sombrero de copa que llevaba. Bajó un poco la vista y leyó la inscripción con el nombre: Lord James Arringthon.

Se separó de un salto hacia atrás. Se quedó mirando fijamente a la foto y de nuevo volvió a leer el nombre de la placa comprobando que no se había equivocado: Lord James Arringthon. Acompañado de la fecha de la defunción hacia ochenta y dos años atrás.


lunes, 3 de agosto de 2020

FOTOGRAFÍA FINAL (Javier de la Iglesia)

Madrugada del 17 de julio de 1918

Casa Ipátiev (Ekaterimburgo)

Aquella noche escuchaba un poco más de ajetreo por los pasillos que de costumbre. Las chicas estaban plácidamente dormidas (dentro de lo posible) pero yo advertía que había más movimiento. Algo en el estómago, posiblemente los nervios, hacían presagiar algo malo. Y es que desde la abdicación del Zar, hacía poco más de un año, los nervios habían estado de punta ante tanta incertidumbre vivida. Y yo había acompañado a la familia imperial de un lado a otro en esta especie de cautiverio carcelero nómada. Pero este último destino era el peor. Desde que nos destinaran a esta casa casi no habíamos podido respirar aire fresco como lo habíamos hecho en los anteriores encierros. Era agobiante estar casi todo el día en la habitación con las hijas de sus majestades imperiales, las grandes duquesas, si es que aún se le podía calificar con dichos títulos. Sólo nos dejaban salir a alguna estancia del interior de la casa que era cuando se podían ver con sus padres y su hermano, el Zarévich Aleksei, que cada día que pasaba tenía un aspecto más enfermizo a causa de la hemofilia, la maldita herencia que le venía dada de su madre la Zarina Alejandra, al igual que se había instaurado en varias de las casas reales, venida de Inglaterra y heredada gracias a las muchas nietas de la reina Victoria que habían acabado reinando en casi toda Europa. El pobre niño se alojaba en la habitación de sus padres, sobreprotegido, pues desde que asesinaran a Rasputín, sus majestades imperiales no habían respirado tranquilos ante la maldita enfermedad. Ellos habían depositado en el místico una fe inconcebible pensando que, gracias a su influencia y sus aparentemente milagrosas curaciones, la hemofilia de su hijo había mejorado.

La situación en estos últimos tiempos se me hacía insoportable. De sirvienta de la familia imperial había pasado a ser prisionera con ellos. Me levanté, pues mis nervios aquella noche no me dejaban dormir. Me acerqué a la claridad escasa que provenía de la luna a través de la ventana, muy escasa porque hasta nos habían pintado los cristales con pintura blanca para no poder ver al exterior. Me giré y miré a las jóvenes dormidas. Atrás quedaban sus largas melenas que habían tenido que rapar por un brote de sarampión.

De pronto se abrió la puerta bruscamente lo que hizo que las chicas pegaran un salto en los colchones. Apareció el comandante y me ordenó:

- Ayúdales a vestirse. En media hora todo el mundo preparado.

Y sin dar más explicación salió cerrando la puerta de golpe. Mis nervios ya lo presagiaban. Esto no era una buena señal. ¿Qué pasaría ahora? ¿Un nuevo traslado? Me arreglé rápido mientras las niñas se ponían sus vestidos con los corsés donde habían cosido sus joyas, escondiéndolas por si en algún momento fuese posible una huida. Estaban tan nerviosas como yo, aunque no lo demostrase diciéndoles que se tranquilizasen que seguro sería un traslado a otro lugar. Después de las ultimas revoluciones, Rusia no respiraba tranquilidad. Y yo tampoco. Esa misma mañana había oído de la boca de unos soldados que habían asesinado al hermano Zar destronado, el Gran Duque Miguel.

Tan pronto como pudimos salimos al pasillo. El Zar y la Zarina ya estaban esperando acompañados del niño. También estaban el médico y el cocinero que, como yo, habían acabado

prisioneros con la familia imperial. El comandante nos ordenó ponernos en marcha hacia abajo. El Zar Nicolás pidió explicaciones y brevemente dijeron que nos iban a trasladar, pero antes iban a tomar una foto de familia en el sótano. Nos empujaban por los pasillos en semipenumbra para apurarnos el paso. Dos de las hijas iban agarradas a mí y podía notar como temblaban. Yo también. Aquellos traslados me ponían los nervios de punta.

Llegamos al sótano y nos ordenaron meternos en una de las habitaciones con las paredes estucadas. Es cuarto estaba libre completamente y solo alumbrado por la bombilla que colgaba del techo, tenuemente. Alejandra, la Zarina, protestó diciendo si ni siquiera había sillas en la que se pudieran sentar. Trajeron dos. El Zar Nicolás, que sostenía a su hijo en brazos al igual que en todo el trayecto desde la habitación hasta allí, sentó al niño en una de las ellas y la otra la ocupó su esposa. Más adelante se puso él de pie y detrás de su madre las cuatro hijas de pie igualmente. A nosotros, el médico, el cocinero y yo, nos mandaron ponernos también. Nos colocamos detrás del Zar y de la silla del Zarévich.

Cuando estábamos acabando de colocarnos entraron todos. Mi corazón se aceleró de manera galopante. Eran doce y capitaneados por Yurovski. ¿Tanta gente para hacernos una foto? Las princesas se miraron entre sí y recuerdo la mirada de Anastasia, que después de mirar a sus tres hermanas, me miró con el horror plasmado en sus ojos. Yurovski se adelantó mientras los otros once se colaban en frente nuestra. Todo iba demasiado rápido. Se puso delante del Zar y le dijo;

- Sus parientes europeos continúan con la ofensiva contra la Rusia soviética. Ante esto el comité ejecutivo de los Urales ha decretado su fusilamiento.

El Zar movió la cabeza en movimiento de negación. Miró hacia atrás a su familia que estaba totalmente paralizada por el horror ante lo que acababan de escuchar. Mis piernas empezaron a temblar y sentí como algo caliente bajaba por mis piernas. Mi orina. Me cogí las manos contra el estómago. Todo fue cuestión de segundos.

- ¿Qué? ¿Qué? – alcanzó a decir el que fuera su majestad imperial de Rusia hasta hacia poco más de un año.

- Que el pueblo ruso lo ha condenado a muerte.

Y diciéndole esto de sacó un revólver rápidamente de su cintura y le disparó a quemarropa, cayendo el cuerpo de Zar al suelo desplomado ante todos nosotros. Y en ese mismo tiempo los once de atrás, el pelotón de fusilamiento, sacaba sus armas y nos apuntaron. La zarina empezó a ponerse de pie ante los gritos de las hijas y los míos, pero no lo logró pues recibió un disparo en la sien cayendo desplomada también. Bajo mis pies había un charco. Yurovski se acercó al Zarévich Aleksei, sentado justo delante mía y le disparó dos veces sin dejar que se levantase de la silla. Sentí como me salpicaba la sangre en mi cara. El ejecutor se apartó rápidamente y empezó la oleada de disparos. Yo me tiré al suelo. Note un impacto en mi brazo y encima de mi cayeron heridas dos de las princesas. La cabeza del médico, totalmente cubierta de sangre y pólvora, acabó apoyada en mis rodillas. Éramos un amasijo de cuerpos humanos. Los disparos cesaron. El olor a la pólvora era penetrante y mis oídos quedaran muy resentidos ante el ruido atronador de los disparos del pelotón de fusilamiento. Las chicas estaban heridas, pero no muertas. Las balas impactaran contra sus corsés llenos de joyas cosidas y habían hecho de chaleco salvavidas. Aparté al médico de encima de mis piernas y las dos chicas que cayeran encima de mí se removieron entre quejidos y lamentos, salpicadas por la sangre de sus propios padres y la que emanaban algunas de las heridas. Conseguí ponerme de pie tambaleándome y vi a varios de ellos dirigirse a las princesas para rematarlas a bayonetazos en el suelo. Yo pude moverme hacia la esquina saltando los cuerpos del médico y el cocinero. Un disparo vino hacia mí y pude esquivarlo notando como la bala se hundía en la pared gracias al estucado. Corrí hacia la otra esquina, pero tropecé con un revolver que me apuntaba directamente en el corazón. Me quedé helada y paralizada mirando a la cara del asesino y en cuestión de segundos oí el disparo que percibí entrar hasta el interior de mi pecho. Sentí como me desplomada en el suelo y lo último que vieron mis ojos una vez impacté con las baldosas fue a la familia real rusa echa un amasijo de cadáveres en el suelo, la que daba fin a la dinastía de los Románov. Después de eso mis pupilas se apagaron para siempre.