lunes, 20 de enero de 2020

TRANSPARENTE (3ª PARTE) (Javier de la Iglesia)

Todos estaban mirando las gotas de sangre que brotaban de mi mano, yo incluido. Mi mejor amigo desde que me volviera invisible, cualidad que acabábamos de perder, me copió e hizo lo mismo en su mano. También sangraba. Nadie decía nada, pero en las cabezas de todos estaba rondando la misma pregunta ¿Por qué? La misma pregunta que nos habíamos hecho el día que nos volvimos transparentes, aunque ahora era por otra cosa. ¿Es que solo nos habíamos salvado nosotros?
Alrededor nuestro el panorama era dantesco. Miles de cuerpos totalmente carbonizados hacían ver una visión totalmente apocalíptica de la cuidad. Todo era incomprensión. Nadie sabíamos lo que acababa de pasar. Todos habíamos rejuvenecido tantos años como habíamos desaparecido. Alguno de nosotros estaba totalmente irreconocible. Sobre todo mi amigo que era el invisible más viejo, el más antiguo. Si no fuese por la foto de las dependencias de la guardia civil, me hubiese cruzado con él y no lo hubiera reconocido.
Uno de los treinta y dos que éramos, levantó el brazo señalando atrás de mí, sin decir nada. Me volví y pude verlo. Los cuerpos quemados estaban empezando a deshacerse en polvo, desintegrándose y quedando reducidos a un amasijo de cenizas. De vernos rodeados de cadáveres totalmente chamuscados nos vimos rodeados de montoncitos de polvo negro. La sensación de miedo era grande, por lo menos en mí. No comprendía que estaba pasando. Ahora que nos podían ver no había nadie para mirarnos. Estábamos inmersos en un proceso de…. algo que no sabíamos lo que era, con el miedo a lo desconocido, de lo que pudiese pasar.
De pronto empecé a sentir una brisa que chocaba con mi cuerpo. Una brisa que poco a poco se hacía más fuerte. ¡Dios mío! Esto…. este proceso no había acabado, seguían pasando cosas extrañas. Pronto la brisa dio paso a un aire con más virulencia, tanto que nos tuvimos que agarrar los unos a los otros para poder hacer frente a lo que parecía que poco a poco se convertía en un vendaval. El aire se hacía oír en nuestros oídos, con esos silbidos característicos que tanto molestan y asustan. Se levantó el polvo. Un polvo oscuro formado por las cenizas que los cientos de cadáveres calcinados habían dejado. Tuve que cerrar los ojos para que la polvareda no se me metiese en ellos mientras me agarraba a mis compañeros y a una farola que teníamos cerca. Todos a una haciendo una piña para no ser engullidos por aquel viento huracanado que nos envolvía manchándonos con el polvo en el que todo ser humano acaba convirtiéndose.
No sé cuánto duró, debieron de ser unos minutos que, a mí por lo menos, me parecieron largas horas. Pero todo se fue calmando. El aire cedió hasta que ni una sola brisilla nos acariciaba. Cuando levanté la cabeza pude ver todo absolutamente limpio de cenizas. No quedaba rastro de humanidad, ni una mota de polvo en el que se habían convertido todas las personas en cuestión de unos minutos. Solo nosotros parecíamos ser los únicos supervivientes del mundo. O por lo menos de la cuidad. Coches, aceras, balcones, edificios; todo se había quedado vacío.
A la pregunta de qué había pasado, se nos sumaba la de si había pasado estos en todas las partes de la ciudad o solo hasta donde nos alcazaba la vista. Fue entonces cuando lo decidimos. Casi todos vivíamos en una parte distinta de la urbe antes de desaparecer. Era hora de volver a casa.
Hacia como año y medio que no rondaba a mis familiares. La impotencia de no poder ser visto por ellos había hecho que me resignase a no verlos. Y como yo todos los que sufrimos la invisibilidad. Por eso habíamos elegido aquel edificio abandonado para quedarnos. Nos
quedaba a todos lejos de nuestras casas, lo que hacía más posible que no nos viéramos con nuestros seres queridos. Como yo, cada uno de los demás se encaminaron a sus antiguas viviendas. Me había apoderado de un coche de los que habían quedado en medio de la calle pues mi casa estaba lejos. Por el camino no me había encontrado ni el más mínimo síntoma de humanidad. Solo luces encendidas en los edificios. Era de noche. Tuve que ir esquivando a todos los coches que se había quedado parados en la vía. La visión era totalmente apocalíptica, una ciudad totalmente despoblada envuelta en la nocturnidad. Estaba ya a unos doscientos metros de mi casa cuando tuve que detenerme porque en aquel punto los demás vehículos no me permitían avanzar debido a que se debieran haber quedado en un atasco en el momento de la ola caliente. Bajé justo delante de la puerta de un bajo totalmente opaca, de metal y con un gran número 13 dentro de un círculo en el centro de la misma. Avancé hasta llegar al portal de mi edificio. Estaba abierto por suerte, de lo contrario no habría nadie que pudiera abrirme. Subí las escaleras y llegué a la puerta de mi casa. El corazón se me aceleró. Una especie de nostalgia se apoderó de mí. Miré a la pared del rellano y cogí el extintor. Esa sería mi llave. Golpee con él la puerta varias veces con fuerza hasta que acabó cediendo. Lo que vi dentro me sorprendió. Avancé por el pasillo. Pasé por delante del espejo que me reveló en su día que era invisible. Hoy me volvía a regalar mi reflejo, como si no hubieran pasado dos años. Todo igual a no ser porque todos los muebles estaban tapados con sábanas blancas y el piso estaba completamente vacío de todo lo que se compone un hogar. Estaba totalmente desangelado. Por la apariencia, mi familia se había mudado hacía mucho tiempo. El polvo se había apoderado de todo lo que había quedado, de todo menos de una cosa que llamó poderosamente mi atención y parecía ser nueva y puesta allí hacia unos instantes. En el centro del suelo del salón había una especie de caja metálica con una ranura en uno de los lados y una pieza que sobresalía en el otro. ¿Qué era aquello? La cogí. Era de un metal bastante pesado. Intenté abrirla pero no había manera. Eché un vistazo por la casa y nada de restos humanos. Y a juzgar por lo que se veía en las ventanas de los vecinos, tampoco. Cogí aquella caja un tanto misteriosa y salí del edificio. Impresionaba ver la cuidad con tanto silencio. Volví al coche del que me había adueñado y regresé a la edificación abandonada en la que habíamos vivido los invisibles todo este tiempo. Fui el último. Todos estaban esperando por mí a ver si yo traía lo mismo que ellos: una caja de metal.
Todos teníamos una. La habíamos encontrado en nuestras casas. Pero nadie había conseguido abrirla, al igual que yo, aunque ellos si habían llegado a una conclusión. Las cajas encajaban unas en otras insertando la pieza sobresaliente de un lado en la ranura de la siguiente caja. Estaban esperando a por la mía para completarlo.
¿Era esto una prueba? ¿Qué demonios estaba pasando? ¡Parecía que estaba viviendo en una película! Fui el último en encajar mi caja con la anterior. De pronto se oyó un “clic” y se abrieron todas. Con miedo levanté la tapa, como todos mis compañeros, y dentro, grabado en el fondo de la caja, había un numero dentro de un círculo. El mío era el número 13.
Nadie sabía lo que significaba aquello. Todos nos preguntábamos cual era el significado de aquellos números, pues cada uno tenía uno diferente. Lo cierto es que a mí me sonaba de algo. Piensa, piensa… ¡la puerta! La que había visto al bajar del coche cerca de mi casa. Nunca había visto una puerta así en la cuidad hasta ese día. Tenía que significar algo, era demasiada coincidencia.
Después de explicárselo a mis compañeros y aconsejarle que buscasen una puerta con el número que les había tocado en sus cajas, me marché, como todos, a buscar cada uno su puerta numerada en alguna parte de la ciudad. Yo ya sabía dónde estaba. Volví a coger el coche. No sé si era por los nervios pero cada vez me costaba más sortear los vehículos que habían
quedado en la carretera parados. Mis ojos me pesaban y sentía como un leve aturdimiento. Al fin llegué, no sin golpear alguno de los autos a causa de mi leve mareo. Salí del coche y cuando me puse en pie la vista se me nubló. ¿Qué me estaba pasando? Mi mente era una sucesión de preguntas continuas en las últimas horas. Me empezaba a costar mantenerme en pie, pero avancé como pude hasta la puerta. Pude ver el número 13 borroso. A tientas busqué la manilla y la giré al mismo tiempo que la abría. De repente una luz me cegó. Cerré los ojos con mucha fuerza y empecé a sentir una presión fuerte en mi cabeza hasta perder el sentido por completo.
Cuando volví a abrir los ojos pude ver una gran lámpara encima de mí que no me dejaba ver más allá. Estaba en posición horizontal y tres personas que no conocía me rodeaban. No era ninguno de los invisibles o elegidos (no sé) que habíamos sobrevivido.
- ¿Puede verme? – me preguntó una de ellas, un hombre.
- ¿Puede verme usted a mí? – logré articular con dificultad
- Si – contestó.
- ¿Están vivos? – pregunté mientras los veía borrosamente.
- Si – volvió a contestarme secamente.
- Tiene que ayudarme. Llevo dos años desaparecido, siendo invisible. Ha habido algo que acabó con todo el mundo ¿Dónde estamos? ¿Dónde están los demás? Creo que somos los únicos supervivientes, los elegidos. Por favor. Usted no es ninguno de los invisibles. Si usted está vivo… ¿Hay más supervivientes? Mi mujer… ¿también sobrevivió? ¿Dónde está mi familia? Por favor ayúdeme. ¿Qué está pasando?
- Tranquilícese. Su mujer no ha sobrevivido porque no existe. Usted nunca ha estado casado, ni desaparecido. Nunca fue un invisible. Y mucho menos un elegido.

2 comentarios:

  1. TRANSPARENTE es un relato distópico y agónico narrado en primera persona por un hombre sin nombre que ha de enfrentarse repentinamente a la invisibilidad, que no viene a ser otra cosa que una muerte en vida. El sentimiento de desconcierto e incomprensión inicial deja paso directamente al miedo, la ira o el pánico que experimenta el personaje y se entrelazan como hilo conductor de todos los episodios que suceden en adelante. Hay cierta confusión en el relato que quizá refleja la desorientación del propio narrador que no entiende nada de lo que le sucede. Pero más allá de lo evidente, esta historia se convierte en una metáfora de la soledad del ser humano actual y nos regala la esperanza de saber que aún en los momentos más dolorosos de nuestra existencia buscamos el cobijo de quien es igual o parecido a nosotros y nos comprende ( hay 32 igual que yo, no estoy solo). Buscamos ser visibles, reflejarnos en los ojos de los demás, buscamos que nos acepten tal cual somos para poder ser libremente. Las cajas metálicas que encajan no son otra cosa que la sociabilidad del hombre para desarrollarse plenamente. Esa necesidad de querer de que nos quieran. El desenlace como no podía ser de otra manera, es abierto, no resuelve la duda nos dejas pensando Javier y eso me gusta. Un saludo.

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  2. Muchisimas gracias por tu comentario y análisis. Me gustan los finales que dejen pensando al lector y analice según su punto de vista respecto al relato. Gracias

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