lunes, 27 de enero de 2020

EL CUADERNO (Ángeles Madriñán)

Toda mi infancia es pueblo. Pastores, campos, cielo, soledad.
Sencillez en suma. Tengo un gran archivo en los recuerdos de
mi niñez, de oír hablar a la gente. Es la memoria poética y a ella me atengo.
Federico García Lorca




La abuela se sienta en la ajada silla de nylon. No quiere otra. Dice que le recuerda al abuelo. Apoya los pies desnudos en la arena con cautela como si no confiara en el suelo que pisa. Entrecruza las manos huesudas sobre el regazo. Viste su batita estampada en blanco y negro a la que no escatima ningún botón para que entre el fresco y alivie su respiración entrecortada. Se esconde bajo un sombrerito pequeño de paja. El pelo blanco, inmaculado que sigue trenzando ella misma. La actitud modesta, no queriendo ocupar más sitio del imprescindible.

La abuela es siempre un retrato del pueblo. Impermeable a las modas. A los cambios. Asida con fuerza a cuatro pequeñas cosas en las que ha encontrado refugio. Mira al mar con esa nostalgia del que parece que está a punto de llorar. A la abuela se le ha muerto Angelita, su amiga del alma, el sábado pasado y Sonsoles hace apenas un mes. Y Arturo que era el alma de la brisca en las tardes de tertulia que compartían en el centro social. También Reyes, Dorita y Lupe y … . Se le acumulan tantas bajas que uno a uno los va contando, descontando en cada ola que naufraga en la arena. El límite de la vida no es la muerte sino la soledad. Decía Ángel González en uno de sus poemas El
que no puedo morir, continuó andando. La abuela Amparo anda, aunque ya no tiene ganas de hacerlo y permanece sentada y meditabunda largos períodos. Como ida, ajena. El verano agudiza ese ausentarse de sí misma y del resto del mundo.

Mi padre dice que los mejores veranos son los de la infancia y que por eso la abuela regresa como puede a ese no lugar. A ese recuerdo. No duerme. Viaja. Porque ser de pueblo es una cosa que nunca se pasa. Como una suerte de impronta del alma. Un pliegue que sobrevive en esa sombra nimia que deja. Igual que la herida se perpetúa en la cicatriz. Mi padre también es de pueblo porque vino con doce años a la capital y hubo un tiempo en que las vacaciones eran simplemente volver allí. A la casa vacía para espantar el abandono a manotazos y abrillantar el polvo con rayos de sol en jornadas continúas de puertas abiertas. Con esa confianza que sólo sobrevive en los barrios donde todos se conocen. Y la gente mayor al atardecer baja las banquetas a la calle y hace corrillos en verano para soportar el peso de la ciudad y aliviar la sensación de bochorno y la soledad que les mantiene encerrados como pájaros en una jaula durante el día.

Papá sabe que hasta los más urbanitas llevan un poco de pueblo encima. En la mirada. En los ademanes. En ver la lluvia como un aliado y no como un enemigo. Quizá por eso comprende tan bien a la abuela. Y la disculpa. Y la trata con una infinita ternura. Y la quiere por encima de todo. Con ese cariño resistente a las manías, a los olores, a la tozudez de anciana que milita en una vejez rancia y atrincherada. Proclive a no asearse siempre que puede, a esconder latas de conservas en los armarios, a los rezos diarios. Al rosario y a la dentadura postiza en la mesilla de noche. A la negativa a comprarse una pieza de ropa, al disgusto ante lo que considera cualquier dispendio. Cada verano sucede lo mismo. Irse de vacaciones a la playa es para la abuela motivo de enfado ante la negativa absoluta de mis padres a su decisión de quedarse sola en Madrid. Me doy cuenta de que está cansada de sentarse en esa vieja silla de playa, de los bañistas chillones, de los niños y los balones. Cansada de los perros y las cometas. De los vendedores de helados. De las sombrillas invasoras. El paisaje es demasiado denso para ella. El verano es un desafío, una ofensa al lento pasatiempo de dejarse morir. A estas alturas sólo quiere quietud, desayunar despacio, jugar a las cartas con otros ancianos. Hablar del tiempo y del reuma. Quizá no sea mucho pedir.

Agosto siempre malogra sus deseos porque la familia necesita un respiro del asfalto. Necesita aprender de nuevo la lección que el mar nos enseña. La lección de sentirnos vivos. De recuperar esa playa, esa luz que vive detrás del invierno. De ser lo que queremos y no únicamente lo que nos dejan ser.

La historia de mi abuela no es original, ni sorprendente. Es cotidiana. No abre noticieros. Es una historia de diario, en la que casi nadie repara, pues no oculta grandes desgracias, ni presume de hazañas. Incluso yo que soy su nieto he necesitado de los ojos de mi padre para aprender a ver, porque las cosas de menos lustre se tornan esenciales en momentos adversos. Un asidero al que echar mano cuando los vientos de las adversidades arrecian. Esa es la historia de mi familia. Una raíz. Una certeza que al crecer he intentado deshilvanar para poder entender de que estamos hechos.

El éxodo del campo a la ciudad es un capítulo que se ha reescrito infinidad de veces. Un viaje que muchos de ellos realizaron a la inversa en cuanto pudieron, porque en esos lugares de acogida nunca hallaron un espacio propio, por eso cuando los abuelos se jubilaron, hartos de ser unos intrusos en la ciudad, regresaron a los orígenes como quien ingresa en el paraíso. Porque a veces la felicidad se escribe con minúscula. Fueron probablemente sus mejores años. La plenitud del que está donde quiere estar y no debe nada a nadie. Pero la inesperada muerte del abuelo precipitó su vuelta, ahora con el desconsuelo añadido de la pérdida y sin el estímulo de un futuro por conquistar que alentaba aquel primer viaje.

Mis padres le hicieron un sitio con la mejor voluntad porque no concebían otro modo de tratar la vejez, que no sea en familia. Mi hermano y yo pasamos a compartir habitación y ella se acomodó en la cama nido que hasta entonces había sido mía. Recuerdo el primer día. Aquella silueta pequeña, encorvada, negra y frágil sentada en el borde del colchón alisando con las manos artríticas la colcha de Spiderman . -Ya le gustaría a Spiderman parecerse a ella- dijo mi padre al verla tan abatida y silenciosa. Tan fuera de su hábitat en un cuarto de niño repleto de posters de Pokémon. La mujer más dura del mundo, la más fiel. Pero también la que se siente como un trasto viejo al que la tecnología ha abocado al desuso. La que llora a solas cuando nadie la ve. La que sueña con un pedacito de huerto. La que sobrevive en un mundo extraño. Que no está hecho a su medida. Que habla un lenguaje que ella no entiende. Como un olivo centenario trasplantado al parking de un centro comercial.

La abuela no es una mujer soluble, no se adapta. No entiende de disimulos. Su cerebro es del todo refractario a los usos y costumbres de la hipocresía social. No sabe de medias tintas. Lo que no está bien, sólo puede estar mal. A veces nos mira como si fuéramos extraterrestres y habla entre dientes, como si hiciera una plegaria por nosotros cuando tiramos a la basura el yogur a medio terminar, o rechistamos por tal o cual comida. El móvil es para ella un enemigo, un ladrón que nos hurta tiempo y espacio. Dice que la gente está en los sitios pero es como si no estuviera. Pero la abuela también nos mira a veces con devoción como si fuéramos lo más hermoso del mundo. Con esos ojos pequeños que han visto tanto. Nadie me hace sentir como ella. Como si fuera un ser único y valioso. El nieto mayor de Amparo. Amparito la de Antonio el herrero. Te acuerdas? La que se fue a Madrid con el marido y aquel niño flaquito que no tenía más que ojos de tanta hambre como llevaba a cuestas. Que se comía el blanco de las naranjas. Ese sonar a otros. Venir de otros. Ese anclaje.

Con el paso de los años he comprendido que conversar con un anciano es siempre internarse en otro idioma, en otro tiempo, en otro espacio y a duras penas la conversación es recíproca. Algo similar a lo que ocurre cuando hablamos con un adolescente. Se requiere un esfuerzo complementario, una predisposición a oír sin juzgar, sin opinar. Por eso he decidido que el mejor modo de acercarme a ella es escuchar. Este cuaderno que hoy empiezo está destinado a recoger todo lo que ella quiera contarme.

5 comentarios:

  1. Me vino la lagrimilla al ojo, es duro apreciar a los mayores como se merecen...

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  2. Añoranza, morriña, tristeza, admiración, respeto, incomprensión a causa de lo que no conocemos y cuando lo hacemos pasamos a comprenderlo todo.... Este relato es maravilloso y es imposible no acordarse de nuestras abuelas para los que no las tenemos ya y admirarlas como la superheroína de nuestros cuentos. Con relatos como este nos damos cuenta cuanto podemos y debemos aprender de nuestros mayores y que todos, ojalá, lleguemos a serlo. Gracias por esto Ángeles

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  3. Grazas aos dous polas vosas opinións.😃

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  4. Imposible no releerlo. Lo disfruté desde el epígrafe hasta el punto final.

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