Como
ya he comentado en otras ocasiones, me gusta inspirarme en hechos históricos
para crear alguno de mis relatos. Pues este es otro de ellos, basado en un
personaje que también me causa fascinación
VICTORIA VENENOSA
Alejandría,
Egipto. 12 de agosto, 30 a. C.
El
tacto de mis escamas resbalando entre la piel de sus manos no le agradaba, pero
menos le agradaba ser paseada y exhibida como símbolo de triunfo. Ella no era
Arsínoe, no era el trofeo de nadie como lo había sido su hermana. Estaba
acicalada con sus mejores galas. Grandiosas joyas y sus mejores ropajes. Su
corona y sus cetros reales no podían faltar. Mientras yo me erguía en el aire
frente a ella sintiendo el calor de sus manos, ella le pedía a sus doncellas
que se diesen prisa, que no había tiempo. Que la ayudasen al igual que habían hecho
unos días atrás con su amado último esposo que reposaba en una repisa a unos
metros, envuelto en gasas y embalsamado por sus propias manos. Había que darse
prisa, Octavio podía llegar en cualquier momento para recoger su trofeo, el más
bonito de Egipto, pero ella nunca se lo permitiría. Su orgullo la haría morir
con toda la dignidad que requería su persona y su cuerpo nunca abandonaría su
amado país. Fuera se oían tumultos. El ambiente en las calles de Alejandría
estaba caldeado ante los últimos acontecimientos. Las damas reflejaban sus
miedos en sus rostros cada vez que yo me movía y lanzaba silbidos. Pero ella
no. Ella mantenía la compostura frente a mí. Mirada con mirada. Era hermosa. En
demasía. La flor más bonita de Egipto. Decía ser hija de Isis. Y aunque no era
así, su porte era el de una divinidad. Una hermosa diosa que se preparaba para
hacer gala de todo su orgullo.
En
la estancia reinaban los olores de las hierbas y aceites que su usaran para
embalsamar el cuerpo de él. Un olor agradable que dejaba el rastro del camino
al más allá de los reyes. Yo sentía calor. El bochorno era horrible desde que
le sacaran la tapa a aquella cesta en la que se me había trasportado hasta
allí. A pesar de ello yo seguía irguiéndome entre sus manos, en el aire, hasta
que estuvimos frente a frente. Mirada con mirada. Sus ojos eran oscuros y
profundos, marcados con la raya de kohl que los hacia aún más bellos. Su piel
era color capulí y parecía destellar ante los rayos de sol que entraban desde
el óculo que había en la pared.
No
hizo falta que me lo pidiera. Ya sabía perfectamente para que me habían llevado
hasta allí. Yo la ayudaría en su orgulloso destino, en el pasaje a la morada de
los antiguos dioses entre los que iba a reinar a partir de ahora. Sentí como me
apretaba entre sus manos para provocarme, mirándome fijamente a los ojos con desafío.
Y fue entonces cuando mi musculatura se tensó sintiendo como el veneno empezaba
a fluir dentro de mí. Como una potente erección que se prepara para la
liberación placentera, mi corazón se desboco provocando la euforia que precede
al ataque. Mi silbido fue más potente que nunca mientas las doncellas miraban
sin poner traba a la situación. Todo estaba planeado. Un último apretón con sus
manos provocó mi violenta reacción y me lance a su pecho, mordiéndola,
penetrando su cobriza y deslumbrante piel con mis dientes y sintiendo el sabor
de su carne mientras me derramaba en una orgásmica descarga dentro de ella. Sus
ojos se abrieron y succionó una bocanada brusca de aire al sentirme dentro de su
ser mientras sus doncellas lanzaban un pequeño suspiro de terror. Tiró de mi
bruscamente y me dejó suelta, cayendo encima de sus piernas y enroscándome en
una esquina de aquella repisa que se acababa de convertir en un lecho suicida,
pudiendo observar como sus damas la ayudaban a recostarse mientras ella sentía
como mi veneno avanzaba en su torrente sanguíneo provocándole la paralización y
la falta de vida. Las damas la pusieron en la posición acordada. Acostada, con
la corona Uraeus perfectamente colocada al igual que sus cetros reales en sus
manos cruzadas sobre su pecho mancillado por mis dientes. Quiso decir unas
palabras, pero mi potente y ponzoñosa liberación no la dejó. Ladeó la cabeza y
empezó su camino a la morada de los dioses con los ojos abiertos y clavados en
el cadáver de su amado Marco Antonio, que reposaba en la repisa de enfrente.
Las
damas estaban muertas de horror. Pero tenían que seguir con el plan acordado.
Con manos temblorosas sacaron los cerrojos de las majestuosas puertas y me
buscaron. Me encontraron donde había quedado. Enroscada a los pies de la que
había sido la última reina de la dinastía Ptolemaica. Me cogieron entre sus
manos y me desafiaron al igual que su señora. Primero una y luego la otra
haciendo que liberase todo mi veneno por completo entre las dos, cayendo
paralizadas y muertas en el suelo de la cámara junto al cadáver de la reina.
Agotada
y vacía me había quedado en aquella cámara funeraria, en el suelo, como era mi
arrastrante destino.
Pasaron
unas horas hasta que las puertas se abrieron. Pude ver unas sandalias que
avanzaban por la cámara y pasaban por encima de mi sin pisarme ni darse cuenta
de mi presencia. Al llegar a la repisa donde estaba las tres mujeres muertas,
Octavio lanzó un grito de rabia ante lo que consideraba una derrota ganada
póstumamente por la reina Cleopatra VII de Egipto, a la que él consideraba su
trofeo de guerra. Respiró hondo, maldijo mil veces a la soberana y a su
asesinado tío Julio César por enamorarse de ella y darle aquel hijo que había
sido motivo de todas las disputas, al que nadie encontraba por ningún lado en aquellos
días. Recobró la compostura y salió de nuevo ante el pueblo agitado del país
del Nilo, dejando allí la que había sido la más hermosa reina de Egipto, la que
decía ser una diosa en la tierra y había sido capaz de cautivar el amor de
Julio César y posteriormente Marco Antonio, la reina que con su orgullosa y
provocada muerte había ganado la batalla al que años más tarde pasaría a
llamarse y ser recordado como el emperador César Augusto: La legendaria y
deslumbrante Cleopatra.
Y
después de todo eso, yo salí de aquella mortuoria estancia arrastrándome por
los suelos como era y seguiría siendo mi destino hasta el final de mis tiempos.