lunes, 30 de septiembre de 2019

VICTORIA VENENOSA (Javier de la Iglesia)


Como ya he comentado en otras ocasiones, me gusta inspirarme en hechos históricos para crear alguno de mis relatos. Pues este es otro de ellos, basado en un personaje que también me causa fascinación

VICTORIA VENENOSA

Alejandría, Egipto. 12 de agosto, 30 a. C.

El tacto de mis escamas resbalando entre la piel de sus manos no le agradaba, pero menos le agradaba ser paseada y exhibida como símbolo de triunfo. Ella no era Arsínoe, no era el trofeo de nadie como lo había sido su hermana. Estaba acicalada con sus mejores galas. Grandiosas joyas y sus mejores ropajes. Su corona y sus cetros reales no podían faltar. Mientras yo me erguía en el aire frente a ella sintiendo el calor de sus manos, ella le pedía a sus doncellas que se diesen prisa, que no había tiempo. Que la ayudasen al igual que habían hecho unos días atrás con su amado último esposo que reposaba en una repisa a unos metros, envuelto en gasas y embalsamado por sus propias manos. Había que darse prisa, Octavio podía llegar en cualquier momento para recoger su trofeo, el más bonito de Egipto, pero ella nunca se lo permitiría. Su orgullo la haría morir con toda la dignidad que requería su persona y su cuerpo nunca abandonaría su amado país. Fuera se oían tumultos. El ambiente en las calles de Alejandría estaba caldeado ante los últimos acontecimientos. Las damas reflejaban sus miedos en sus rostros cada vez que yo me movía y lanzaba silbidos. Pero ella no. Ella mantenía la compostura frente a mí. Mirada con mirada. Era hermosa. En demasía. La flor más bonita de Egipto. Decía ser hija de Isis. Y aunque no era así, su porte era el de una divinidad. Una hermosa diosa que se preparaba para hacer gala de todo su orgullo.
En la estancia reinaban los olores de las hierbas y aceites que su usaran para embalsamar el cuerpo de él. Un olor agradable que dejaba el rastro del camino al más allá de los reyes. Yo sentía calor. El bochorno era horrible desde que le sacaran la tapa a aquella cesta en la que se me había trasportado hasta allí. A pesar de ello yo seguía irguiéndome entre sus manos, en el aire, hasta que estuvimos frente a frente. Mirada con mirada. Sus ojos eran oscuros y profundos, marcados con la raya de kohl que los hacia aún más bellos. Su piel era color capulí y parecía destellar ante los rayos de sol que entraban desde el óculo que había en la pared.
No hizo falta que me lo pidiera. Ya sabía perfectamente para que me habían llevado hasta allí. Yo la ayudaría en su orgulloso destino, en el pasaje a la morada de los antiguos dioses entre los que iba a reinar a partir de ahora. Sentí como me apretaba entre sus manos para provocarme, mirándome fijamente a los ojos con desafío. Y fue entonces cuando mi musculatura se tensó sintiendo como el veneno empezaba a fluir dentro de mí. Como una potente erección que se prepara para la liberación placentera, mi corazón se desboco provocando la euforia que precede al ataque. Mi silbido fue más potente que nunca mientas las doncellas miraban sin poner traba a la situación. Todo estaba planeado. Un último apretón con sus manos provocó mi violenta reacción y me lance a su pecho, mordiéndola, penetrando su cobriza y deslumbrante piel con mis dientes y sintiendo el sabor de su carne mientras me derramaba en una orgásmica descarga dentro de ella. Sus ojos se abrieron y succionó una bocanada brusca de aire al sentirme dentro de su ser mientras sus doncellas lanzaban un pequeño suspiro de terror. Tiró de mi bruscamente y me dejó suelta, cayendo encima de sus piernas y enroscándome en una esquina de aquella repisa que se acababa de convertir en un lecho suicida, pudiendo observar como sus damas la ayudaban a recostarse mientras ella sentía como mi veneno avanzaba en su torrente sanguíneo provocándole la paralización y la falta de vida. Las damas la pusieron en la posición acordada. Acostada, con la corona Uraeus perfectamente colocada al igual que sus cetros reales en sus manos cruzadas sobre su pecho mancillado por mis dientes. Quiso decir unas palabras, pero mi potente y ponzoñosa liberación no la dejó. Ladeó la cabeza y empezó su camino a la morada de los dioses con los ojos abiertos y clavados en el cadáver de su amado Marco Antonio, que reposaba en la repisa de enfrente.
Las damas estaban muertas de horror. Pero tenían que seguir con el plan acordado. Con manos temblorosas sacaron los cerrojos de las majestuosas puertas y me buscaron. Me encontraron donde había quedado. Enroscada a los pies de la que había sido la última reina de la dinastía Ptolemaica. Me cogieron entre sus manos y me desafiaron al igual que su señora. Primero una y luego la otra haciendo que liberase todo mi veneno por completo entre las dos, cayendo paralizadas y muertas en el suelo de la cámara junto al cadáver de la reina.
Agotada y vacía me había quedado en aquella cámara funeraria, en el suelo, como era mi arrastrante destino.
Pasaron unas horas hasta que las puertas se abrieron. Pude ver unas sandalias que avanzaban por la cámara y pasaban por encima de mi sin pisarme ni darse cuenta de mi presencia. Al llegar a la repisa donde estaba las tres mujeres muertas, Octavio lanzó un grito de rabia ante lo que consideraba una derrota ganada póstumamente por la reina Cleopatra VII de Egipto, a la que él consideraba su trofeo de guerra. Respiró hondo, maldijo mil veces a la soberana y a su asesinado tío Julio César por enamorarse de ella y darle aquel hijo que había sido motivo de todas las disputas, al que nadie encontraba por ningún lado en aquellos días. Recobró la compostura y salió de nuevo ante el pueblo agitado del país del Nilo, dejando allí la que había sido la más hermosa reina de Egipto, la que decía ser una diosa en la tierra y había sido capaz de cautivar el amor de Julio César y posteriormente Marco Antonio, la reina que con su orgullosa y provocada muerte había ganado la batalla al que años más tarde pasaría a llamarse y ser recordado como el emperador César Augusto: La legendaria y deslumbrante Cleopatra.
Y después de todo eso, yo salí de aquella mortuoria estancia arrastrándome por los suelos como era y seguiría siendo mi destino hasta el final de mis tiempos.


lunes, 23 de septiembre de 2019

TRANSPARENTE (2ª PARTE) (Javier de la Iglesia)

Habían pasado ya dos años y aunque no asimilaba bien lo que me había ocurrido, había aprendido a vivir con ello. En estos dos años descubrí que había más gente como nosotros. Hablo de nosotros porque el señor que me había guiado hasta los carteles de desaparecidos de la guardia civil, al primer invisible que conocí después de volverme transparente, y yo nos habíamos vuelto casi inseparables y buenos amigos. Ahora él era mi familia. Él y más como nosotros que fuimos haciendo piña. Ninguno sabíamos lo que nos había pasado. Nadie tenía la explicación a nuestros casos. Vivíamos por las calles y nos habíamos apropiado de un potente edificio abandonado para no dormir al raso. Podíamos decir que era nuestro hogar. ¿Qué clase de hogar? Un hogar desangelado y vacío porque todo lo que tocábamos se volvía tan invisible como nosotros. Con el tiempo fui conociendo a más invisibles. Mi nuevo amigo me los había presentado porque él era uno de los más antiguos. Hacia 25 años que se había vuelto transparente. Ninguno de los treinta y dos invisibles que éramos, por lo menos en nuestra ciudad, había muerto después de que nos pasase aquello misteriosamente inexplicable. Y lo más raro era que nuestra salud era de hierro. A pesar de ir desnudos casi no sentíamos la sensación de frío ni calor. Y no sangrábamos si nos cortábamos o nos hacíamos una herida. Cicatrizaba casi al momento. Éramos como muertos con corazón latente. Las preguntas eran miles. ¿Qué iba a pasar con nosotros? ¿Nos íbamos a quedar así toda la vida? Y la pregunta del millón
¿Por qué?
Ninguno sabíamos la respuesta a esta pregunta.

Todo resultaba muy raro. Ya no sabía cómo era mi aspecto actual. Aprendes a vivir sin poder mirar tu rostro en ninguna parte. Yo solo podía ver mi cuerpo que iba envejeciendo, pero mi rostro era imposible de mirármelo. De vez en cuando iba al cuartel de la guardia civil, a muy pocos metros del edificio abandonado donde nos guarecíamos, para ver mi foto de desaparecido y no olvidarme como era, por lo menos como eran mis facciones dos años atrás. Resulta totalmente desgarrador ver como tu familia lo pasa mal porque misteriosamente no sabe nada de ti y como poco a poco van asimilando que nunca más van a volver a verte. Sentir como vas cayendo en una especie de olvido estando cerca de ellos, gritándole pegado a su cara sin que ellos te puedan oír. Es súper triste ver a tus seres queridos sin poder tocarles ni que sientan que tu estás ahí. Aprendes a vivir con ello. Y es más, prefieres no rondarlos para no sufrir con la situación.

Desde que me había pasado a mí, solo cuatro personas más sufrieron lo mismo. Uno de ellos un niño que encontré un día vagando por las calles con la mirada perdida y desnudo. Ese era el distintivo que nos permitía reconocernos. Y a todos les pasa lo mismo. Nos pasa lo mismo. Nos cuesta mucho adaptarnos a esta inexplicable y rara situación. Una rutinaria y aburrida vida en una comuna de invisibles. Sin pena ni gloria hasta que pasó aquello.

Un anochecer más como todos. Las luces de la cuidad habían encendido ya y estábamos todos en nuestro edificio abandonado, charlando como cualquier noche mientras veíamos a los transeúntes pasear por las aceras sin que pudieran vernos y oírnos. Y de repente, sin mayor explicación, un apagón sumió a la ciudad en la más profunda de las oscuridades. Todo se había quedado quieto. La electricidad se volatilizó haciendo que todo se parase. Nos quedamos completamente a oscuras. La gente en la calle se paró en seco. Los transeúntes y los vehículos. Todo. Nadie sabía lo que estaba pasando. Parecía haberse parado el tiempo. Y de pronto, en el cielo de la noche se empezó a ver un puntido diminuto pero brillante. Un puntito que poco a poco se hacía más grande y más luminoso que iba aportando claridad a la noche. Todo el mundo volvió la cabeza hacia dicha luz que poco a poco se engrandecía. De repente se empezó a sentir calor. La gente se quejaba. Hasta nosotros lo sentíamos. Más y más calor que aumentaba por segundos de manera exagerada al igual que lo hacia la potente luz que empezaba a cegar a todo el mundo. No recuerdo muy bien cómo fue porque tuve que proteger mis ojos de semejante destello que empezaba a ser demasiado dañino. Agaché la cabeza entre mis brazos cerrando los ojos de manera fuerte al igual que hicimos todos y llegó la onda caliente. Fue como la onda expansiva de una detonación que nos empujó por el aire, como un fuerte viento cargado de fuego abrasivo iluminando como nunca el mundo. Me acuerdo del indoloro golpe contra la pared del edificio.

Cuando conseguí abrir los ojos todo volvía a estar oscuro. Miré a mi alrededor pero no conseguí ver a nadie. No sabía si era por la oscuridad de la noche o me había quedado ciego. Lo cierto es que esta segunda opción la descarté cuando las luces volvieron a iluminar la cuidad. Frente de mi tenía la pared y lo que vi más allá de la ventana me dejó horrorizado. Miles de cuerpos calcinados sembraban las calles. Dentro de los coches había los restos momificados y quemados de los conductores y los pasajeros. Toda la gente que estaba por las calles estaba carbonizada, al igual que la gente que había salido a los balcones y podía ver yo desde mi posición.

En medio de este horror surgió una voz que me llamaba por mi nombre. Era la de mi amigo, el otro invisible. Cuando me di la vuelta lo vi de pie tras de mí, vestido y mucho más joven. Como en la foto de su cartel de desaparecido. Y detrás de él todos los invisibles que estaban allí antes de que pasara esa ola de aire quemador. Todos estaban vestidos y sus rostros habían rejuvenecido. Me quedé parado y miré mi cuerpo. Yo también tenía ropa, la misma ropa que el día que me había vuelto trasparente.

Ninguno pudo articular palabra. Salimos a la calle. La imagen era dantesca. Cadáveres abrasados por todas partes. Entramos en los edificios y en el interior de las viviendas había pasado lo mismo. Toda la gente se había calcinado. Pero solo las personas. Lo demás estaba intacto. Esa…onda…. aire, no sé muy bien cómo definirlo, había calcinado a todos los humanos del mundo menos a los que nos habíamos vuelto invisibles. Los treinta y dos trasparentes habíamos sobrevivido y habíamos vuelto al día de la desaparición.

Pasamos por delante de una gran cristalera que iluminaba una farola y cuando reparé en el reflejo que devolvía los pelos se me pusieron de punta. Era yo. Me veía reflejado. Y como yo todos los demás. Con el mismo aspecto y la misma ropa del día que nos habíamos vuelto invisibles, cada uno el suyo. Casi sentí la misma sensación que dos años atrás cuando me miré al espejo y no me vi reflejado. ¡Oh dios mío! Que había pasado. Había muerto todo el mundo menos nosotros. Toda la humanidad se había quedado reducida a restos de ceniza menos los invisibles, que habíamos dejado de serlo después de aquello que había pasado.

Me dirigí a uno de los coches. Dentro puede apreciar el cuerpo calcinado del conductor. Di un codazo al cristal de la ventanilla y éste rompió en pedazos. Cogí un trozo y delante de todos me hice un corte pequeño poco profundo en la mano. Me dolió, volvía a sentir la sensación de dolor y después de esto un hilo de sangre brotó del corte. ¡Oh dios mío! Una explicación de todo se me vino a la cabeza. No éramos simplemente invisibles, éramos los elegidos.

martes, 17 de septiembre de 2019

O XIRO (Ángeles Madriñán)

Ás nove en punto sen facerlle concesións ó segundeiro soan os altofalantes. Avisan coa suavidade dunha apacible melodía do comezo da xornada. Os cativos bulen. Rebulen. Boquexan coma peixes. Inquedos uns. Adormiñados outros. Nifrando os máis pequechos sen querer soltar a man protectora que os abandonará logo das longas vacacións de Nadal afeitos como están á xogueta e á anarquía dos días. Non parece que as tan loadas bondades do cambio do estridente timbre de antes pola moderna pedagoxía musical acalme a perrencha dos raparigos ante os inevitables designios do almanaque. E moi a contragusto, que neso case todos coinciden neste primeiro día, van entrando no vello edificio de pedra ante a atenta mirada dos seus acompañantes. Os máis nugalláns incorpóranse á rutina albardados coas súas coloridas mochilas. Soben os chanzos que os separan da entrada principal e, apremados polos estresados pais e deluvando os ollos, desaparecen tras do cristal da porta principal. Comeza o día. Comeza o ano.

De vagar vanse formando grupiños aquí e acolá no patio, que agora, sen o balbordo dos rapaces, semella máis grande e aburrido nesa cor grisalla e áspera do cemento desposuído repentinamente das risas e chanzas infantís. Co gallo de pórse ó día das vidas alleas, unha voz propón a matutina xuntanza para tomar o café, que é a excusa máis común e que levanta menos sospeita. O grupo de Was de 6 D comeza a xibrar coa intención, se cadra unha miga hipócrita, de anunciar onde terá lugar a improvisada reunión. Pois a estas alturas e logo de nove anos xuntos, a maioría deles xa tiveron os seus rifirrafes a conta do obrigado regalo de final de curso para o mestre. Do cumpreanos de mengano ou zutano. Das multitudinarias comuñóns en pazos que tanto se levan. Da excursión adubiada con ou sen móbil. Dos traballos en grupo que propician delacións e esquecen a finalidade coa que foron propostos. Das ceas de final de curso ou de calquera outra caste de decisión transcendental que hai que tomar nestas idades. Unha hipercomunicación disparatada que tenta crear entre os cativos vínculos que a vida adulta esfarelará coma galletas.

Entran na cafetaría que hai da outra banda da rúa. Dentro o balbordo faise cargo da mañá e o camareiro anda agudo no seu quefacer. Outros moitos tiveron a mesma idea ca eles e teñen que conformarse coa mesa do fondo, a máis escura de todas pois está ó lado dos baños. Nun anacrónico anaquel de madeira colocado á altura suficiente para que non estorbe hai un moderno televisor. Na pantalla reina a incombustible Ana Rosa rodeada dos serviciais contertulios aos que ninguén lle presta atención porque o aparato non ten volume. Nin falta que lle fai. A vida arrinca en xaneiro coa ilusión dun novo ano. Mais non para todos.

-Pois a min moito me gustou Andorra, estivemos alí esquiando. Éche unha pasada. O ano que ven volvemos.- Anuncia Merche, abrindo a espita para ver quen dá máis.
-Si nós xa fomos- confirma Luísa que non se quere quedar atrás e non atura a Merche.- Pero para papar frío quedamos na casa. Nós este ano fomos ás illas na procura do caloriño. Non hai mellor cousa. Volves coas pilas cargadas.- Asegura coa firmeza de quen di algo indubidable e imprescindible.
-Bueno muller, eso é para gustos- acláralle Merche nun intento de pararlle os pés. Mellor dito a lingua, que se lle deixas coller pulo xa non hai quen a ature. O dela sempre é o mellor. A súa filla a máis lista debaixo das estrelas.
-Cah, Cah, nin falalo. Ir papar frío. Ti non sabes o que é bo!- espetálle Luísa deixándolle claro que despreza a súa opinión.
-Como queiras- engade Merche claudicando malhumorada, pero consciente de que é mellor deixalo correr. Calquera que se enfronte con ela leva as de perder.
A conversa ténsase aturando as labazadas dialécticas entre Luisa e Merche, e relaxáse coa intervención de Puri, que é algo máis conciliadora.
-Que máis ten ter frío ou calor, o caso é saír da casa e cambiar de aires non si?
De seguido Xulia solta un chiste dos seus e todos e todas rin á gargalladas a súa ocorrencia. Hai xente que actúa como a argamasa que xunta pezas que de por si non farían boa mestura. Xente balsámica que constrúe no canto de derrubar.

O grupo retoma o temón da conversa e Luísa pasa de mala gana a segundo plano, pero por pouco tempo.
-O teu Instagram é unha pasada Luísa, que fotos máis chulas- di Nati con admiración verdadeira, mentres o resto intercambia miradas cómplices e mesmo compasivas, sabedores de que a Nati lle falta un fervor e na vida todo a sorprende.
-Que va muller- rebátelle Luísa , restándolle importancia á loanza. -Todo o fai o teléfono-. E aproveita para ensinar o reverso coa funda dourada onde abrolla a distintiva mazá.- Valen os seus cartos pero é unha marabilla- comenta cunha fachenda que é inherente ó seu carácter. Tanto tes, tanto vales. Dende que o mundo é mundo.
A sucesión de voces e anécdotas. De viaxes e lugares. De proezas e instántaneas a toque de teléfono que corre de man en man, vai pesando no ánimo de quen non abreu boca ata o momento e se remexe incómoda na cadeira mentres grolea o cortado con desgana.

Polo demais a xuntanza, suxeita a un feble equilibrio, segue as mesmas rutinas de sempre. Alomenos aparentemente porque Rosa fai un esforzo por non fuxir de alí enseguida. Céntrase na cunca de café fumegante que ten entre mans coma se fora un obxecto que a retén. Ausente da conversa, matina nos seus aforros nas poutas do banco a conta da merda das preferentes. No engano que lle quita o sono. Na hipoteca que aprema e non espera. No divorcio que ameaza demoledor. Na traizón que agatuña coma una felino por dentro dela, rabuñándolle o peito. Na morte dos afectos. Na vellez desamparada dos seus pais. Na culpa que sente por non ter mirado máis por eles absorta na súa vida perfecta. Na adolescencia pronta e esixente dos fillos educados con cartos de máis. No traballo que non ten. Que terá que buscar se quere sair adiante. Na vida que semella unha lousa do camposanto. Pero cala e sorrí, non sabe se por finximento ou por vergoña ou por unha mestura de ambas. Afeita como estivo sempre a unha vida regalada. Pousa a taza baleira enriba da mesa e preme forte coas mans suxeitando o bolso de pel que ten enriba das pernas como se na coñecida marca que abrolla na placa de metal dourado estivera a seguranza do futuro ou a ocultación do presente. Trescentos euros lle custou nos tempos en que ela tamén falaba de viaxes. Nos tempos en que Luísa e ela eran unlla e carne. Agora todo se torceu. Desa maneira en que se torce a vida para endereitar o entendemento. Volvendo ao seu a importancia das cousas. Simplificando esas mal chamadas amizades e poñendo o cascallo ao descuberto.

-E logo ti onde te metiches que non se che veu o pelo ?Andas ás agachadas ou ?- inquire Luísa dun xeito malicioso que a ningúen lle pasa desapercibido, pois fai a pregunta sosténdolle a mirada a Rosa. Na vila correu o rumor de que o home de Rosa crebou a empresa que ten e por riba ponlle os cornos cunha empregada engaiolante que ten no departamento de contabilidade. Ese instante que se volve incómodo para todos, sen embargo é moi revelador para Rosa. Comeza a verse cos ollos de quen dicía ser amiga. Ollos inmisericordes. Que termaron dela mentres lle duraron os cartos. Os mesmos ollos que ela tiña ata fai ben pouco. E non lle gusta o que ve. Non lle gusta o tipo de muller no que se converteu ó carón de Luísa. Unha desas persoas que nunca repara nos máis. Que ceiba a verba coma quen solta un can rabioso. Sempre para morder.

Permanece uns segundos en silencio, calibrando a súa resposta. No siso a esmagadora certeza de estar soa faise cargo de cada pensamento.

Despois fai un aceno lento e levanta un chisco a man para consultar o reloxo. Pero nin siquera chega a ver a hora que marcan as agullas do seu precioso Tissot dourado.

-Eu teño que irme, que xa son as …- é o único que consegue dicir e, sen rematar a frase, érguese e preme coa man dereita a correa do bolso a altura do ombreiro, coma se fora unha corda á que amarrarse para saír dun pozo á superficie. Encamíñase cara á saída e cando xa ten o corpo fóra do establecemento, volve a cabeza cara ó expectante grupo e despídese cun adeus bisbado, case imperceptible.

-Boh, non lle fagades caso, que é unha amargada.- Comenta Merche coa súa habitual seguridade cando arranxa a vida dos outros. -O do seu home xa se vía vir. Cando contratou a fulana esa para a oficina fixo o cadullo. Se son eu póñelle as cousas clariñas. En dúas días, bótoa á rúa. Que lle vaia limpar a carteira a outro. – Coa aclaración dá por concluído o tema e ninguén se atreve a dicir ren.
Queda no aire unha sensación de pesadume. Como se todos ficaran incómodos nunha indiferencia que manca. Co remorso caladiño. Por que ninguén lle preguntou como se encontra? Por que ninguén lle deu azos para seguir? Por que ninguén lle dixo, tranquila que desta has saír? Mais na vida case todos apostan sempre pola carta gañadora e ben poucos se achegan a quen caeu en desgraza. Doe dicilo. Pero aínda doe máis sentilo.

Rosa camiña pola rúa tristeira, coa cabeza baixa, debullando canto a morde por dentro e co sarabullo da traizón roéndolle as entrañas. Leva un desencanto grande que mesmo torna en naúsea á altura da Praza da Grela. Agoniada coa posibilidade de perdelo todo. Colle un pano do peto e
achégao aos beizos para coutar as ganas de trousar. Sente que leva consigo as miradas de todos pousadas na súa caluga. Dándolle o tiro de graza. Aburatándoa.

Canto falamos dos outros sen saber. Canto! Cantas veces precisariamos unha palabra amable. E con eso bastaría para que as cousas foran máis sinxelas. Apenas coa franqueza, co sentimento. Pero non. Todo é comenencia , envexa e falsidade. E a palabra a facer estragos en nós.

No seu ensimesmamento Rosa cruza precipitadamente o paso de peóns que hai onde a farmacia de Cortegoso e as luces que lampexan bótansenlle enriba. O coche, un Megane azul cobalto, frea de súpeto logo de impactar. O seu ocupante estupefacto e preso do nerviosismo ó ver que alguén atravesou a rúa de xeito suicida abre a porta do condutor para saír á mesta néboa que tingue a mañá do dez de xaneiro. Espreita o cemento con incredulidade , nel o corpo dunha muller xace tendido ao longo das grosas raias brancas. Inmóbil.

lunes, 2 de septiembre de 2019

EL AMOR NO TIENE QUE DOLER (Yolanda Mosteiro)

Hoy me ha pedido mi teléfono de nuevo. Me he negado, no me gusta que no confíe en mí ni que me controle, pero se ha puesto muy nervioso, me ha gritado, me ha insultado y se ha largado con sus amigos, dejándome sola en la otra punta de la ciudad. He tenido que coger tres líneas de metro diferentes, por lo que he llegado tarde a casa y mis padres me han castigado.

Estoy llena de dudas, no sé si debería dejarle el teléfono para no tener más problemas con él o si debería… No, no puedo dejarlo, lo quiero demasiado y sé que él también me quiere o no se pondría así, ¿no?
¡No sé qué hacer…!

Decido llamar a Helena, mi mejor amiga, para pedirle consejo, pero ella no lo soporta y me dice que lo deje, que es un controlador y un misógino. Ni siquiera sé qué significa esa palabra, pero su relación con Manu siempre ha sido mala. Él incluso me ha llegado a sugerir que es lesbiana y que está enamorada de mí, que por eso lo odia. Sé que no es cierto, pero ella nunca ha estado enamorada y no entiende que las relaciones son complicadas.

—El amor no tiene que doler —dice ella, antes de darme las buenas noches.

Me acuesto en la cama dispuesta a dormir, pero mi mente no deja de pensar ni mis ojos de llorar, así que apenas duermo en toda la noche. Me levanto para ir al instituto, pero estoy tan cansada que no creo que aguante todo el día en pie. Manu me espera en la entrada, como siempre, y me acompaña hasta mi clase.

—Estás horrible —dice.

—Apenas he dormido —digo, abrazándome a él.

—Yo tampoco.

Me consuelo un poco pensando que, al menos, a él también le ha quitado el sueño nuestra discusión. Sin embargo, uno de sus amigos pasa por nuestro lado y le dice:

—¡Eh, tío! Esta noche quedamos de nuevo para un Fornite.

Manu asiente.

—¿Estuvisteis jugando hasta las tantas? —pregunto, sin ánimo alguno de recriminarle nada, aunque ahora entiendo un poco mejor su repentino abandono.

—¡No me des la brasa! —grita.

—No es eso, pero pensaba que…

—No pienses en lo que hago yo, sino en lo que haces tú. ¿Vas a dejarme ver tu móvil?

—Manu, tienes que confiar en mí, yo te quiero… —digo, poniendo las manos en sus mejillas.

—¿Cómo voy a confiar en ti si no me dejas ver con quien hablas? —dice, apartándome de él bruscamente.

Hecho la mano al bolsillo trasero de mis vaqueros, pensando seriamente en dejárselo ver, pero las palabras de mi amiga retumban a mi cabeza. ¡No, el amor no tiene que doler! Agarro el teléfono con fuerza y lo miro.

—Vas a tener que confiar en mí, Manu.

—¡Si no me lo das ahora mismo esto se acabó! —sentencia.

Las lágrimas vienen a mis ojos al pensar en esa posibilidad, pero me digo a mi misma que mi dignidad vale más que una cuantas palabras de amor vacías.

—Manu, ¿podemos hablar de esto en otro momento? Todo el mundo nos mira… —digo, observando como varios de nuestros compañeros se paran al oírnos discutir.

Aprovechando mi descuido al observar nuestro entorno, él me arrebata el teléfono de la mano y lo desbloquea, dispuesto a leer mis mensajes de WhatsApp.

—¡Dámelo! —digo, intentando arrebatárselo—. Manu, dame mi teléfono.

—¡Ahora lo entiendo todo! —dice él, leyendo alguno de mis mensajes—. ¡No querías que viera con cuántos tíos hablas, eres una….! —Se contiene para no llamarme puta, pero la intención es más que suficiente para mí.

—Te estás pasando… —advierto, intentando parecer tranquila aunque las lágrimas rueden, incontrolables, por mis mejillas.

—¿Con cuántos de éstos te has acostado? —grita, estampando mi teléfono contra el suelo.

Tiemblo. Por primera vez en este año y medio que llevamos juntos, tengo miedo de él y es entonces cuando entiendo que esto no es amor, es control. Me seco las lágrimas con las mangas de mi camiseta y me agacho a recoger los pedazos de mi móvil. Cuando me levanto y lo miro, su cara refleja mi miedo.

—Cariño… —dice, intentando acariciarme.

—¡No, no me toques! —Me alejo de él—. Hemos terminado, Manu, tú no me quieres y yo…, yo no quiero esto.

—¡Claro que te quiero! —dice él, escupiendo las palabras con agresividad.

Le doy la espalda y camino hacia mi clase, llorando como nunca antes había hecho en mi vida. Siento a Manu protestar a mi espalda, primero me dice que me quiere, pero al ver que no me giro comienza a insultarme. Ignoro sus palabras, aunque cada una de ellas arranque un pedacito de mi malograda autoestima. Al llegar a clase Helena me abraza, me da su apoyo incondicional y entonces sé que he hecho lo correcto. El amor es esto: cariño, comprensión, confianza y respeto. El control, los celos desmedidos y la violencia, aunque solo sea verbal, son el augurio de un futuro que no quiero para mí.