lunes, 26 de agosto de 2019

CAMBIA, TODO CAMBIA (Ángeles Madriñán)

“Cambia, todo cambia”
Mercedes Sosa


El divorcio me ha dejado exhausta. Con la piel fina como el papel de fumar y un sabor insípido en la boca. Como si a la vida le faltara sal. Durante meses me he sentido como si estuviera de pie en un precipicio y el aire soplara con fuerza. Una intensidad tal que me tensionaba los músculos. Me agarrotaba. Una fuerza sostenida para mantener el equilibrio y no caer. De nuevo he empezado a usar la férula que tenía abandonada en el cajón de la mesilla y un herpes odioso se ha apoderado de mi labio inferior. Ya no duermo la noche de un tirón como solía hacer y cuando me despierto de madrugada alargo el brazo para comprobar una vez más la ausencia de su cuerpo y hasta echo de menos su respiración ronca y la carraspera nocturna. Ahora que me ha dejado también ha dejado el tabaco. Parece que le siente bien conjugar ese verbo.

Siempre me han disgustado los cambios. Soy lo que se llama una persona previsible. Me gustan los horarios. Tener un lugar para cada cosa. Saber lo que espero de las personas. Me gusta el orden. Los días con el cielo claro. La lluvia. El chocolate y la cerveza. Las películas en blanco y negro. Nunca he sido aventurera. Tampoco desleal. Conservo amigos desde la infancia. Llevo casada veinticinco años. Mejor dicho, llevaba casada veinticinco años. Ahora mi vida es otra.

Las cosas siempre tienen un principio. Pero a veces es difícil verlo. Recuerdo que cuando Rafa la conoció se le notaba entusiasmado. Llegó a casa comentando que la nueva profesora de inglés era una niña increíble. Si, esas fueras sus palabras exactas.- Una niña increíble. Aire nuevo para el claustro.- Dijo además que aportaba energía. Chispa. Luz. Buen rollo. Todos los halagos eran pocos. Yo le escuché sin asomo de preocupación. Hasta me alegré de verle tan animado porque desde hacía un tiempo se le veía alicaído. Aplanado. Sin ganas. Como un perro con las orejas gachas. Yo intentaba estimularle incluyendo en nuestros planes las cosas que más le gustaban. Cocinaba su comida favorita. Escogía cuidadosamente entre los libros recién publicados uno que pudiera gustarle. Compraba entradas para el teatro porque a él le apasionaba. Pero nada parecía dar resultado. Cumplir los cincuenta le había sentado fatal. Se pasaba horas frente al espejo examinando las bolsas de los ojos. La incipiente calvicie. La piel flácida. Calibrando lo que quedaba de juventud en su cuerpo o lo que asomaba de senectud que viene a ser lo mismo. Siempre encontraba una excusa para ver el vaso medio vacío. Supongo que tenía pánico a la vejez. Hay seres que no pueden soportar los cambios que lleva aparejados el tiempo y lucen ridículamente un aspecto impostado, una apariencia juvenil que no engañaría a un ciego. Rafa era uno de ellos. El era siempre el profe moderno. Que conectaba con los alumnos. Que estaba en su onda. Vivir rodeado de gente joven tiene un doble efecto. Por un lado, te renueva, te refresca la mirada. Te espabila compartir tiempo y espacio con quien tiene la vida por delante. Pero por otro lado, te hace más consciente del paso de los años y de tu propia decrepitud. Saber canalizar ese sentimiento es parte del proceso. Nadie es eternamente joven. A cada hornada de alumnos la sustituye una nueva. Una nueva intensidad. Un nuevo reto. La renovación es imparable pero el maestro envejece con cada generación a la que forma. Hasta que un día la distancia es enorme y cuesta entender el idioma que hablan.

Hubo un momento en el que Rafa empezó a ser consciente de ese proceso y empezó a vivir hacia atrás. Como si intentara rebobinar. Se cortó el pelo muy corto. Y se hizo unas rallas con la máquina por encima de las orejas. Como hacían sus alumnos imitando a su vez a las estrellas del fútbol que marcaban la tendencia. El atrevimiento fue muy aplaudido en su clase. No tanto en la sala de profesores que lo consideraron básicamente una soberana gilipollez. Pero su miedo a envejecer superaba con creces al sentido del ridículo.

Se apuntó en el gimnasio. Primero tres días por semana. Pronto subieron a cinco. Y finalmente terminó por ir también los sábados. Se pasaba las tardes allí, haciendo pesas. Bicicleta. Sauna… Yo me quedé con la rutina de hacer la compra semanal sola los sábados por la mañana , pero no me quejé porque a mediodía se deshacía en halagos hacia el plato que había cocinado y decía que el ejercicio le sentaba maravillosamente.
– Por qué no vienes conmigo.? Ya verás como te gusta.- Me conminaba a que le acompañara en numerosas ocasiones, pero nunca he sido deportista. Prefería remolonear en la cama, leyendo, mirando una revista o desayunando sin prisa en la cocina con la única compañía de la radio. Además nosotros siempre hemos respetado el uno el espacio del otro. Así que decidí no acompañarle aunque cada vez pasaba más horas allí. Se le veía feliz y eso me tranquilizó, preocupada como estaba con su creciente desgana por vivir de los últimos tiempos.
En pocos meses el cambio físico fue evidente. Había adelgazado diez kilos. Se movía con mayor agilidad. Y la alegría había vuelto a su rostro. Su actividad era constante. Empezó a vivir a un ritmo frenético. Yo no podía seguirle. Me limitaba a observar y a veces incluso eso me cansaba.
Como casi nada de su armario le servía tuvo que comprar ropa nueva. Me cogió por sorpresa que no quería comprar en los mismos lugares que antes tanto le gustaban. Y a cambio hicimos un tour por todas las tiendas juveniles del centro comercial. Desde Pull and Bear hasta Lefties, H&M, pasando por Zara. Yo estaba atónita. Le veía probándose infinidad de prendas. La mayoría de aspecto deportivo y colores vivos. Ni una sola americana buena de esas que campaban en su armario en colores lisos. Sólo cazadoras. Algodón y vaqueros. Camisetas anuncio como el las llamaba antes con cierto desprecio. Zapatillas. Hay cosas que hay que verlas en primera persona para no poderlas creer. Tanto años alabando la calidad y diseño de tal o cual prenda y ahora se probaba vaqueros de treinta euros, camisetas de diez. A mí nunca me habían importado las marcas. Compraba mi ropa en cualquier sitio, incluso en el mercadillo. Pero Rafa era muy cuidadoso con la suya. Prefería tener un vestuario limitado pero siempre de tejidos de gran calidad y de firmas generalmente caras. Optaba por un aspecto elegante, con líneas sencillas y colores neutros. Sólo se permitía alguna licencia con los complementos. Una corbata más vistosa. Unos calcetines de lunares. Pequeños detalles. Si usaba vaqueros siempre los combinaba con una americana. Y casi nunca optaba por un vestuario deportivo. Ni siquiera en verano cuando nos íbamos de vacaciones abandonaba ese aspecto impoluto. Sus bermudas con la raya perfectamente planchada y sus polos a juego lo hacían digno del mejor campo de golf.

Esa transformación tan radical me dejó descolocada pero nuestro matrimonio seguía intacto o al menos eso es lo que yo pensé. Y todo el mundo tiene derecho a cambiar. Le veía relajado, dispuesto a ver por fin el vaso medio lleno. A ver que la vida nos había dado tanto, como dice la canción de Mercedes Sosa que tanto me gusta.
Un viernes al atardecer salimos a dar un paso como hacíamos de costumbre. La temperatura era muy agradable. El verano se resistía a abandonarnos pese a que el mes de octubre ya asomaba en el calendario, y casualmente coincidimos en una cervecería del centro y me la presentó.

- Lisa, este es Ana, mi mujer - dijo señalándome a la par que daba un paso hacia el lateral y se distanciaba levemente de mi. Lo suficiente para no rozarme. Un gesto que en ese momento me pasó desapercibido y no supe interpretar.
- Ana, esta es Lisa, la recién llegada al claustro- añadió sonriendo con cortesía.
Hechas las presentaciones de rigor nos saludamos. Igual que saludé también a Roque, su acompañante que según nos comentó se había ofrecido a hacerle de guía para conocer la restauración de la ciudad. Roque era profesor de química y compañero de Rafa en el centro educativo desde hacía muchos años y ahora también de Lisa. Sabiendo que le precedía una conocida reputación de mujeriego, pensé que habían puesto al lobo a cuidar de las ovejas. Pero eso no era de mi incumbencia al fin y al cabo era mayor de edad para cuidarse sola. Y las chicas jóvenes de ahora no se parecen en nada a las de mi generación.

Verla en persona me decepcionó un poco. Después de lo que me había comentado Rafa me había hecho una idea distinta. No es que la hubiera descrito ni nada parecido. Pero una persona con tanta vitalidad no encajaba en el aspecto físico de Lisa. Tenía ese aire de rastafari trasnochado y el pelo me pareció únicamente una cuerda vieja y deshilachada. Los talones asomaban ásperos en las sandalias con hebilla de tiras marrones y pedían a gritos una pedicura o al menos una piedra pómez. Y al levantar el brazo para saludarme pude constatar que llevaba las axilas sin depilar. Un vestido holgado y desteñido con un profundo escote en uve dejaba entrever un pecho abundante y erguido, propio de la juventud. Calculé que tendría entre veintiséis y veintisiete años. Lo que no supe calibrar es que lo que para mi era descuido y desaliño no producía ninguna clase de rechazo en el género masculino que lo catalogaba como naturalidad y ausencia de fingimiento. Como beber agua fresca de un manantial en medio del campo. O coger una fruta del árbol. Libre de manufactura.

Puede que la suma de juventud y ese aire de primitivismo que produce el rechazo a ciertas modas estéticas como la depilación, el pelo limpio o el olor a perfume despertara en ellos el deseo sexual de una manera sutil y sencilla pero arrolladora. En aquel entonces me pareció inofensiva y no vi en ella rival, ni cómplice, porque entre otras cosas tenía la edad suficiente para ser mi hija, si yo hubiera tenido hijos. Pero sucede a menudo que en la vida calculamos mal los riesgos. Y el daño proviene del flanco más desprotegido. Del amigo más fiel. De los ojos más azules. De la mirada más limpia…

martes, 20 de agosto de 2019

REFLEXIONES (Javier de la Iglesia)

A cada día que pasa más me afirmo en la idea de que los seres humanos somos ridículos en demasía. Y si, hoy quiero reflexionar y compartirlo con quien quiera leer este relato. Estoy seguro que me ganaré miles de enemigos porque últimamente si no se es políticamente correcto o no se dice lo que se quiere escuchar te ganas un buen puñado de detractores que dicen de ti palabras como retrógrado, raro o loco. Aun así, voy a seguir dando hoy rienda suelta a mis reflexiones políticamente incorrectas. Hoy tengo el filtro atascado. Hoy toca protestar.

Protestar: es el verbo que más utilizamos en la sociedad actual. ¿Hay algo por lo que no protestemos? Lo hacemos por hacer y es curioso. Protestamos porque algo se implantó y luego volvemos a protestar porque se retira lo que se impuso. Eso mismo por lo que nos habíamos quejado cuando se instauró. Debe ser que no tenemos cosas por las que realmente protestar y lo hacemos por tonterías supinas. Problemas del primer mundo. Me resulta más que ridículo, es realmente un poco asqueroso. Oír gente que se queja por estar agobiada al tener que hacer un esfuerzo en pensar como combinarse la ropa por la mañana para ir a clases de zumba, pilates o yoga y agobiarse por no tener horas libres, porque después de salir de estas actividades tienen que irse corriendo al gimnasio. Y lo más curioso es que luego tienen cita con el masajista para deshacer la contractura que se formó haciendo mal la tabla de ejercicios. Claro, como te vas a concentrar bien en los ejercicios si se está más pendiente de ver si estoy perfectamente combinado de ropa mientras estoy en la bicicleta estática mirando cual es la marca de ropa deportiva del compañero de al lado para mañana yo traer también una marca al mismo nivel económico. Bendito postureo (y hablo de casos reales, no me lo estoy imaginando)
Cierto es que esto es un verdadero problema comparado a los problemas del tercer mundo donde un niño tiene que andar treinta kilómetros para ir algún (y solo algún) día al colegio y luego otros veinte para conseguir un cubo de agua (estoy siendo irónico por si no se aprecia el tono) Y lo más curioso: que estos niños se quejan mucho menos que nosotros. En fin. Es realmente escandaloso como dice la conocida canción.

Y hablando de escándalo, escandalizar es otro verbo que también está en auge. ¿Qué es lo que pasa últimamente con la moral en el mundo? ¿Soy yo que necesito gafas por ver doble? Doble moral es lo que se aprecia en la sociedad unida al verbo protestar anteriormente citado. Uno de los países donde más porno se consume, pero no podemos ver un busto desnudo o un pecho al aire. Escenas censuradas en películas son el ejemplo. O nos escandaliza también ver una mujer desnuda en un camión, pero no nos importa que cierta marca chic de perfumes muestre a un varón y una mujer desnudos, en plena actitud sexual copulativa y se corta justo cuando la chica empieza a bajarle el calzoncillo al chico. Si, solo un calzoncillo es la única prenda de ropa que se usa para el spot publicitario. Por delante vaya que no estoy de acuerdo con esas imágenes de mujeres desnudas en la cabina de un camión o cualquier otro lugar de forma decorativa, me parece de un mal gusto tremendo y arcaico, tan de mal gusto como los anuncios de colonias con gente desnuda. ¿Porque molesta en un lado si y en otro no cuando en ninguno de los dos deberíamos usar el desnudo, ni masculino ni femenino, para llamar la atención sobre algo? Aunque por otro lado tampoco sé porque escandaliza y suscita tanta crítica y repulsión ver a una persona sin ropa. Repito, el porno se consume por toneladas. Nos escandaliza ver un pecho o unos genitales, pero no nos escandaliza cuando vemos en las noticias que unos jóvenes se pelean y dejan a un chico en coma pegándole una patada en la cabeza, niños de trece años que llegan a urgencias con comas etílicos, que la gente se tirotee o se destroce gran parte del mobiliario urbano durante peleas entre distintos seguidores de ciertos equipos de fútbol. Será que esto es normal (Vuelvo a ser irónico) Penoso es llegar a la situación de que gente se suicide porque vídeos íntimos circulen por las redes, y lo más penoso de esto es que alguien no se dé cuenta de que no tiene nada de malo y si un vídeo así llega a nuestras manos no debería llamarnos tanto la atención para pasarlo de unos a otros. ¿Es que somos tan infantiles como para no dar borrado el vídeo sin darle mayor importancia ni compartirlo con nadie? La respuesta a esta pregunta me causa tristeza. Y lo más llamativo de todo es que ni el más pintado se libra de hacer lo que se ve en un vídeo de estas características. ¡Pareciera que estamos locos!
Realmente si lo parece. Nos paramos a pensarlo y pareciera que somos una sociedad totalmente trastornada. Gente por la calle hablando sola hasta que te das cuenta de que un pinganillo está en su oreja. Vamos por la calle hablando por el móvil sin ponerlo en la oreja. Lo último es ponerlo a la altura de la boca y a veces hasta oímos los transeúntes la voz del interlocutor al otro lado. Un día me explicaron que era porque el brazo se cansaba menos. Y digo yo: ¿es que tenemos la boca a metro y medio de la oreja? Lo entendería si la boca estuviese a la altura de la cadera, pero de la boca a la oreja el ángulo que forma el codo es casi exactamente igual. ¿Alguien me puede explicar la diferencia? Y si no vamos hablando, vamos escribiendo sin mirar por donde andamos. Que aparten los demás que la acera es mía. ¿Pero como se puede ir así? Esta misma pregunta me la hice yo mismo un día que iba contestando a un mensaje de WhatsApp por la acera y cuando me di cuenta me pegué con una señal al no mirar al frente. ¡Santo Tomás, una vez y nada más! Que tengo que contestar: paro y escribo o contesto más tarde. Y ya no solo contestar a un mensaje. La mayoría de la gente aprovecha el ir andando por la calle para mirar Facebook, Instagram, twitter, etc… y pienso yo: es muy común el comentario de la típica vecina del visillo que esta todo el día cotilleando a ver quién viene y quien va o los cuatro vecinos que salen a las ventanas en formato radio patio. A ver. El antiguo visillo pasó a llamarse Facebook en la actualidad. Porque a mí que alguien me explique si las redes sociales no se convirtieron en un arma de cotilleo y postureo. Y más allá de eso en un arma antisocial. ¿Quién me puede explicar cómo se relaciona la gente hoy en día o se liga sin necesidad de quedar previamente a través de una red social? ¿Soy yo al único que le resulta tristemente ridículo ver a tres personas en la misma mesa tomando un café y las tres absortas en sendos teléfonos móviles? No sé. A lo mejor tiene razón la gente que me llama antiguo o me dice que vivo en la era cuaternaria por solo usar la red social WhatsApp y no disponer de ninguna otra. Vale. Respeto todas las opiniones, pero muchas de ellas no las comparto. Dije que hoy no iba a ser políticamente correcto.
Puede ser que yo será exagerado o naciera en la época equivocada. Que tengan razón los que dicen que soy rarito por decir que las tecnologías siempre se usan exageradamente mal en muchos casos. No lo sé. Solo sé que prefiero un mundo gobernado por personas y no por máquinas. Pero yo me formulo una pregunta ante todos estos que dicen que las tecnologías nos hacen una sociedad avanzada y moderna: realmente como sociedad ¿estamos avanzando o involucionando?
Quizás sea yo un antiguo.

martes, 6 de agosto de 2019

TRANSPARENTE (Javier de la Iglesia)

Hace once días ya y aún no encuentro la explicación. ¿Qué me ha pasado? No lo sé. Ojala pudiera decíos algo. Aquí me encuentro delante del cartel con mi foto en el que pone la palabra “Desaparecido” Desde entonces mi vida se hundió en la miseria. Sobrevivo en esta existencia vacía en la que nadie me ve. La gente pasa por mi lado y no se percatan de mi presencia. Me he vuelto peor que un vagabundo. Por lo menos a ellos hay gente que les da los buenos días. A mí ni eso. De un momento para otro me he vuelto invisible. No quiero recordar cuando hace once días me miré frente al espejo y la imagen que me devolvió me heló la sangre: nada. Y no encuentro la explicación. Me pase dos horas chillando delante de aquel espejo, pero nadie puede oírme tampoco. La gente me busca desesperada y yo estoy entre ellos. Es angustioso. Desesperante. Estoy desnudo. Todo lo que me pongo encima para taparme se convierte en nada, como si se volatilizara sin dejar rastro volviéndose tan invisible como yo. Pero a fin de cuentas qué más da ir desnudo por ahí cuando nadie te ve. Ni a mi casa puedo ir. Mi familia pensaba que había fantasmas cuando yo cogía algo entre mis manos y se volvía invisible. Para ellos las cosas desaparecían sin explicación aparente. Ahora vivo por las calles. Durmiendo en portales en los que me cuelo o en cualquier esquina cubierta, y me alimento de cosas que robo en las tiendas y supermercados. Una existencia estéril en la que nadie me reconoce. Es triste y desgarrador ir por el mundo como si no existieses, sin que nadie note que estas. Y más desesperante es ver carteles colgados por toda la ciudad donde se anuncia que se me busca.
Sigo sin saber lo que me pasó. Lo único que sé es que me volví invisible. No sé en qué momento ni lugar. Ahora ni se cómo soy. No sé si tengo los ojos demacrados o la nariz roja del frío. Por más que me pongo delante de las cristaleras o espejos no consigo verme reflejado. Será muy triste en el momento que no recuerde ni como era mi cara.

Y aquí sigo. Llevo diez minutos frente al cartel, mi cartel, sin saber qué hacer. Resignado. Si, hoy me resigne a que esto no va a cambiar. Seré un desaparecido de por vida. ¡Vida! ¿Qué vida? Una vida solitaria y transparente. Pero de repente algo hizo que mi corazón albergase una esperanza utópica:
- Eres nuevo – dijo alguien a mis espaldas
¿Qué? ¡Alguien me ve! Y me giré lleno de alegría preguntando:
- ¿Puedes verme?
Ahí estaba un señor de mediana edad, desnudo también.
- Si – contestó – hay más como nosotros – completó la respuesta
Me agarró de la mano y tiró de mí guiándome en el camino. Avanzamos unas calles y de lejos vi a una señora desnuda que paseaba entre la gente con la mirada triste y perdida sin que nadie se percatara de su presencia, al igual que nos pasaba a mí y al señor que me guiaba, al que no me atrevía a preguntar nada. Al torcer la esquina entramos en las oficinas de la guardia civil. Se paró delante de un gran corcho lleno de anuncios y me hizo parar a mí también señalándome uno de los carteles del tablón. Enganchados con chinchetas había un montón de anuncios con fotos de personas acompañados de la palabra “Desaparecido/a”. Me fije en el cartel que me señalaba con su dedo. Como en todos los otros había una foto con la palabra anteriormente citada y una fecha de hacia veintitrés años. La imagen era la de un chico joven
pero que tenía las mismas facciones que el señor que me había llevado hasta allí. Era él veintitrés años atrás.
- Pronto tú también formaras parte de este tablón de anuncios – me dijo mirándome tristemente a los ojos.
Y en ese mismo instante un operario de la guardia civil se acercó y colgó el cartel con mi foto, la fecha de hacia once días y la palabra “Desaparecido” en la cabecera del folio.
Me costó tragar saliva y cuando logré hacerlo le pregunté:
- ¿Qué nos pasa?
A lo que él me contestó:
- No lo sé. Nadie lo sabe.