lunes, 24 de septiembre de 2018

AMADO VERDUGO (Javier de la Iglesia)


Parecía haber un muelle bajo mi ser. Mis pies se levantaban en un maravilloso y perfecto salto al compás de las notas que la orquesta reproducía, con los acordes exactos que marcaban mi entrada en el escenario. Me hallaba en el aire, cada músculo de mi cuerpo se ponía en movimiento para que el baile fuese perfecto. Mis brazos se extendían y se movían acompasados a la melodía, simulando el revuelo de las alas del cisne blanco que el prestigioso coreógrafo exigía en aquella peculiar versión de El lago de los cisnes en el que me habían asignado el papel protagonista.

El ballet lo había sido todo en mi vida desde bien pequeño. Mientras bailaba parecía estar en otra dimensión donde todo era relajación para mí. Mi cuerpo expresaba toda mi alegría en cada movimiento enlazando los pasos adecuados para culminar la coreografía perfecta. Y allí estaba, solo en el escenario de la noche del estreno, en el aire, exhalando la mayor bocanada de oxígeno que hacia expresar la felicidad que no cabía dentro de mí. Un revoloteo con mis brazos y mi pie derecho volvía a tocar el suelo para seguirlo el izquierdo. Entre los dos y el resto de mi cuerpo, que se movían entre el decorado del escenario dejándome llevar por mi pasión, encadenaban todos los movimientos que me hacían feliz e iban hilvanando la historia contada a través del baile. A través de mi figura. Todo mi ser se elevaba, disfrutando de la coreografía. Vueltas, saltos, los movimientos perfectos de pies y brazos y las posturas correctas de mi cuerpo se dejaban llevar por la música. Disfrutaba de cada movimiento dejándome mecer por aquel montón de notas bien hiladas que conformaban la melodía. Me sentía totalmente libre en aquel escenario, con mi música de fondo. Mi complexión fluía de manera rápida y relajada mientras mis compañeros entraban en escena. Los siento pasar por mi lado bailando, todos acompasados y se oyen aplausos espontáneos del público. Me notaba estar flotando en el mismísimo jardín placentero del Edén.
Lo que sentía cuando bailaba no lo sabía expresar con palabras. Adoraba la libertad de mi cuerpo, los movimientos de éste. Ensayos y más ensayos en mi vida se sucedían de manera continua. Unos en la academia y otros al llegar a casa porque para mí bailar no suponía un esfuerzo. Era la vía de escape a mis problemas. Sentir la vigorosidad y la movilidad de todos los músculos que formaban parte de mi constitución corporal era la mejor sensación que notaba dentro de mí. Comparable al sexo. A menudo mi coreógrafo decía que cuando yo bailaba parecía estar haciendo el amor con la melodía. Y así me sentía, mimado por la música, y yo la compensaba proporcionándole toda la expresión de vida a través de los movimientos perfectos de mi cuerpo.

Y seguía la actuación de aquella noche de estreno. El teatro estaba abarrotado de gente que había venido a vernos bailar y yo era el centro de la coreografía. El cisne protagonista. Todo estaba saliendo a la perfección y yo nunca me había sentido tan completo y lleno de felicidad bailando. La sangre fluía de forma especial por mis venas aportándome una vigorosidad que nunca antes había experimentado. La alegría hacia que me volviese eufóricamente temerario y me entregase como nunca antes sintiendo miles de sensaciones y emociones que parecía que ni existían para mi hasta aquel maravilloso instante.

El momento culmen se acercaba. Todos mis compañeros se preparaban para ayudarme. La música se alzaba de manera espectacular para el gran instante de la obra, segundos que yo coronaria con mi orgásmico salto dando paso a lo que iba a ser el clímax de la coreografía. Las notas se daban paso unas a otras al igual que hacia mis pies. Y ahí estaba, el acorde exacto en que debía dar al mundo lo mejor de mí. Con la ayuda de los demás bailarines me alcé en el aire como nunca antes, entrecerrando los ojos, soltando un jadeo de satisfacción. Mis piernas se separaban con la apertura perfecta y mis brazos volvían a moverse imitando el perfecto y sinuoso aleteo de las alas del rey de los lagos. Y cuando mi suspiro termino de salir de mis pulmones un pequeño desequilibrio en los movimientos hizo que el clímax se viniera abajo. Entonces llegaba ese maldito instante rotamente oscuro de todas las noches que lo cambiaba todo para siempre.
Mis ojos se separaron lentamente legañosos y la luz de una nueva mañana entraba en mis córneas, postrado como todos los días en mi cama esperando que el enfermero me preguntara como había pasado la noche. Esa mañana no estaba aún en la habitación. En frente de la cama había una foto mía en el ballet que me recordaba mi vida pasada, esa vida que amaba, con la que soñaba todas las noches después de aquel maldito accidente que me había dejado postrado en la cama de por vida y con el único aliciente de sentarme en aquella maldita silla de ruedas monitorizada que me llevaba de un lado a otro conducida por mi boca. Todas las mañanas vivía la misma tortura: despertar después del mismo sueño que había sido real la noche en la que, bailando, me había desequilibrado y había caído en el escenario dañándome irremediablemente la médula espinal. Era irónico. Mi más amada afición había sido mi más perfecto verdugo. Nunca hubiera esperado eso del baile.
Todos los músculos que antaño se movían fluidamente ahora me dolían a pesar de no poder moverlos, pero me dolían aún más la falta de movilidad y de intimidad. Lo único que se movía en mi cuerpo eran las lágrimas que me tenía que secar mi enfermero cada vez que la melancolía me hacía recordar lo que había sido una feliz y maravillosa vida pasada. Una vida que contrastaba con la inconformista e indeseada existencia actual.
Toda la rutina empezaría en breves momentos. Tres segundos para que pasase lo mismo de todos los días. Tres, dos, uno…… la puerta de la habitación se abrió:
- Buenos días. ¿Qué tal pasaste la noche cisne? – me preguntó el amable y atento enfermero entrando en el cuarto.

Y a partir de ahí los mismo de cada jornada. Esperar a que pasasen las horas y llegase a la noche para volver a volar oníricamente sintiendo los únicos instantes de felicidad mientras soñaba con lo que había sido y ahora no es, una vida la cual realmente se rompía cada mañana al abrir los ojos.



Javier de la Iglesia

2 comentarios:

  1. Buen relato, un honor que sea el primero en el blog, esperamos contar con muchos más de este autor.
    Desde A Estrada das Letras, muchas gracias, Javier.

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