martes, 20 de octubre de 2020

PAOLO, CARMELO Y YO (Javier de la Iglesia)

 - Esta es la isla. Busqué. No es muy grande.

El nativo volvió a arrancar con aquella pequeña lancha dejándome en una roca de la playa de aquella pequeña isla cerca de Atenas. Solo yo parecía ser el único humano que pisaba aquel lugar. Salté de la roca notando como mis alpargatas se hundían en la arena bañada por el agua del mar Egeo. Estaba nervioso ante la posibilidad de encontrar lo que buscaba y hacía muchos años que no veía. Al fondo de la playa se veían las únicas casitas de la isla. No serían más de veinte o treinta. Todas pintadas de blanco y relucientes gracias el sol de la mañana que las bañaba con todo su esplendor. La brisa del mar parecía calmar un poco mis nervios. El ruido del mismo parecía ser la banda sonora que acompañaba a mis pasos cruzando la orilla acercándome a aquel grupo de casas situadas también rocas arriba. Las calles eran estrechas, en ellas se respiraba una tranquilidad excesiva que contrastaba mucho con los latidos de mi corazón.

Avance hasta el final sin atreverme a preguntar en ninguna de las casas. Pensé que si, pero una vez allí no me veía con tanto valor para hacerlo como había pensado. Me senté al borde del muro de piedra del final de la callejuela mirando al mar, como si este con su brisa pudiese darme el valor que hacía unos minutos había perdido cuando salte de la barca que me había llevado hasta allí. Bajé la cabeza en señal de abatimiento y más abajo, entre unas rocas vi una casa solitaria, pegada a la orilla, y en ella pude apreciar desde lo lejos algo que me devolvía tiempo atrás.

20 años antes:

Carmelo se acercaba con su inseparable colgante en forma de timón que nunca se sacaba en señal de su amor por el mar y los veleros en los que disfrutaba cuando su padre salía con él a navegar. Con él venían su sonrisa y su impuntualidad. Paolo y yo ya llevábamos vente minutos esperando. Siempre le regañábamos por llegar tarde pero la gran amistad que nos unía lo perdonaba siempre todo. Desde bien pequeños habíamos formado el trío inseparable, como si los lazos de la sangre nos uniesen a pesar de no compartir la misma. La luna aquella noche era excesivamente grande e iluminaba la madrugada de forma especial. Los tres nos habíamos escapado de casa sin el permiso de nuestros padres aprovechando que todos dormían. La agilidad de unos niños de once años nos había permitido saltar por las ventanas de nuestras casas de forma clandestina. Paolo sacó la llave con la única mano que le quedaba. La otra la había perdido en un accidente con tan solo siete años. Ahora llevaba una ortopédica. La llave era grande y relucía a la luz de la luna. Se la había cogido a su padre sin que él se enterase. La metió en la cerradura de la gran puerta del castillo del que su padre era agente de seguridad y vigilaba por el día en horario de visitas. La puerta se abrió y entramos, con el lógico miedo de tres niños de once años que quieren comprobar si son ciertas las historias que se cuentan en un pueblo sobre un fantasma que habita un castillo por las noches. Tras de nosotros la volvimos a cerrar encendiendo una vela que nos guiaba en la oscuridad hacia el balcón de la alta torre que daba al acantilado donde se decía que el fantasma paseaba por las noches.

Subimos las grandes escaleras del gran castillo medieval seguidos por Paolo que era quien controlaba la zona. Entramos en el salón donde estaba el gran ventanal. Allí se hallaba la armadura de hojalata en la que decían que se resguardaba el alma del fantasma durante el día y que por la noche salía a pasear por el castillo portugués. Decían que a las dos de la madrugada, el alma que pertenecía al joven príncipe en tiempos remotos y que se había suicidado tirándose por el balcón ante la marcha de su amada a América, salía allí a lanzar alaridos de dolor y sollozos ensordecedores mirando hacia el continente donde se había marchado la joven. Y allí nos hallábamos nosotros tres, en el balcón, en el punto exacto por donde decían que se había arrojado el príncipe y su alma se apoyaba cada noche entre lamentos de horror. Faltaban solo diez minutos para las dos de la madrugada.

Yo me apoyé en la gruesa barandilla de piedra mirando al fondo. El balcón se hallaba encima del acantilado y había demasiados metros hasta el agua, tantos que hacían que casi me marease oyendo el sonido del océano rompiendo contra las rocas allá en el fondo entre la oscuridad de aquella noche bañada por la luz de la luna llena. Entre la altura y los nervios de poder ver al fantasma mi cuerpo temblaba. A mi lado estaba Carmelo, tan muerto de miedo como yo pero cuando miré al otro lado Paolo no estaba. Cuando quise girarme para buscarlo vi detrás nuestra el casco de la armadura en medio de la oscuridad y de él emanaba un enorme grito que hizo que Carmelo y yo cayésemos en el suelo muertos de miedo antes de comprobar que era Paolo. Se había puesto el casco aprovechando que nosotros mirábamos la altura del acantilado para darnos el susto. Cuando nos levantamos los dos se quedaron mirando para mí. Me había orinado encima con el miedo a lo que Paolo reaccionó con una enorme risa burlona, la típica risa cruel de un niño de once años en la que tampoco hay malicia, pero yo me lo tomé tan a pecho que reaccionó mi rabia por mi y lo empuje lleno de frustración. Él se fue de espaldas contra la baranda de piedra del balcón, medio balanceándose entre el grito de horror de Carmelo. En ese momento mi instinto se fue hacia él para agarrarlo y evitar la caída. Lo cogí por la mano pero fue imposible. Paolo se precipitó al fondo del acantilado quedándome yo con la mano ortopédica de él entre las mías. Todo quedó en absoluto silencio. Solo el sonido del océano atlántico rompiendo contra el acantilado portugués sobre el que se erigía el castillo ponía el sonido entre las miradas de horror de Carmelo y la mía.

El ruido de una moto pasando por detrás de mí me devolvió al presente en aquella isla griega. Mis ojos seguían clavados en la casita del fondo junto a la playa. Había un camino hasta ella bajando entre las rocas. Lo recorrí recordando como aquellos dos niños de once años salían corriendo del castillo aquella noche hacia vente años. Horrorizados y sin contar nunca lo que había pasado, sin aclarar la versión que en aquellos años se había dado al caso diciendo que Paolo se había suicidado a los once años tirándose del acantilado pues el castillo estaba abierto y la llave puesta en la puerta. La llave que había desaparecido al padre de Paolo. Mientras recorría aquel camino de tierra que llevaba a aquella casita recordaba el camino de mi vida hasta entonces. Me había convertido en un ser taciturno y oscuro. Lleno de culpa y remordimientos aunque nadie supiese la razón. Solo una persona lo sabía, mi amigo Carmelo que siempre me había echado la culpa de lo sucedido. Nuestra relación nunca volvió a ser la misma desde aquella terrorífica noche. Yo no lo había empujado con intención de que cayese por el balcón pero Carmelo siempre había pensado que era yo el culpable de aquel terrible suceso, siendo cada día más fría nuestra amistad hasta que a los dieciocho años se había marchado del pueblo sin que nadie, incluso yo, supiese a donde se había ido, refugiándose del mundo.

Al fin llegué a aquella casa sin sacar ojo del gran timón que había colgando de la pared, al lado de la puerta que estaba abierta. Me quedé quieto mirándolo fijamente y acordándome de la cara de mi amigo años atrás.

Algo rompió mis recuerdos cuando un hombre, en el umbral de la puerta, me dijo algo en griego. Habían pasado los años por aquel rostro, bajo aquella barba, pero los rasgos eran los mismos. Me quedé mirándolo fijamente a los ojos, los ojos de mi amigo Carmelo que eran los mismos que años atrás. El también se quedó mirándome pero no me conoció. Volvió a decir algo que no entendí pues no sabía nada del idioma de aquel país. Metí la mano en mi bandolera y saqué la mano ortopédica de Paolo que había guardado durante todos estos años escondida. El rostro de Carmelo cambió por completo y me volvió a mirar a los ojos con los suyos llenos de lágrimas contenidas. Pero esta vez no era como las últimas miradas de odio que recordaba de él la última vez que lo había visto años atrás, esta vez en su mirada había recuerdos, cariñó y sobre todo una gran dosis de perdón.

martes, 13 de octubre de 2020

ROSALÍA,A LUZ QUE ALUMEA O NOSO AMENCER. (Andrea Mosteiro Sanxiao)

 Rosalía deixou un camiño cheo de luz, que inspirou a Varela Buxán na súa andaina como escritor.

Naceron en distintos lugares (Lamas e Santiago de Compostela) pero, as súas vidas son semellantes. Os dous tiveron unha infancia difícil e dura; chea de mudanzas cada pouco tempo. Por exemplo: De Lamas a Cercio e de Santiago a Ortoño.

Ademais, Manuel e Rosalía viviron fóra de Galiza, el en Cádiz e ela en Madrid . Tamén, era importante para eles, os países a onde emigraron os nosos devanceiros, amigos e amigas .Para Varela era Arxentina, onde marchou cun soño: escribir e representar teatro en galego. O soño cumpriuse, chegou a ter unha compañía de teatro.

Nas obras, non só transmitían alegría senón, que era unha forma de denunciar as inxustizas sociais, como facía Rosalía nos seus poemas .

Non podemos esquecer, que os dous apostaron polo noso idioma facéndoo vivir até os nosos días .

Por outra banda, as aportacións que fixeron a literatura foron moitas. Varela creando teatro e Rosalía maioritariamente, poesía .Teatro e poesía que levaron a nosa terra por bandeira, sempre amándoa e respectándoa ata o día da súa morte.

Para concluír, Rosalía deixou unha ventá chea de luz que fixo que, Manuel Daniel Varela Buxán seguira eses pasos inspiradores, que deixou a nosa musa.


Autora da imaxe: Rosa Cabanas