lunes, 4 de mayo de 2020

PALABRAS FINALES (Javier de la Iglesia)

12 de octubre de 1504
Castillo de la Mota, Medina del Campo
- Don Gaspar.
- Doña Beatriz.

El saludo fue cordialmente triste por parte de la dama que me abrió la puerta. Ella se dio media vuelta con la cabeza baja y los ojos abatidos y enrojecidos por las lágrimas derramadas en los últimos días. Todo se estaba preparando para el final. A pesar de que había varios sirvientes por los pasillos el silencio reinaba dentro del castillo. Había un ir y venir de gente continuo: sirvientes, recaudadores, notarios, varios de los grandes que venían a palacio para dejar todo bien preparado ante lo que, antes o después, se anunciaría. A pesar de ese revuelo de gente el ruido estaba ausente. Solo se oían los pasos de los que iban de un lado para otro, incluidos los míos en aquel momento mientras atravesaba varios corredores detrás de la marquesa de Moya para llegar la estancia donde se me requería para hacer el trabajo que se me había encomendado. Todos los pasillos y cámaras por donde pasábamos estaban en penumbra. Por aquellos días el sol no se había dignado a salir, sus rayos no atravesaban las ventanas del castillo y dentro el ambiente ya se había vuelto luctuoso ante los acontecimientos que se avecinaban irremediablemente. Doblamos un corredor y ahí estaba la puerta delante de la cual estaban varias personas orando. Se oía el murmullo de los rezos de las damas arrodilladas en sendos reclinatorios, rezos que acompañaban los hombres que también allí se hallaban.

Atravesamos por medio de los oradores y entramos en los aposentos. Dentro reinaba la penumbra. La oscuridad se veía rota por las velas que aportaban una escasa luz y un leve olor a cera que disimulaba el olor de la muerte. Se respiraba ambiente de abatimiento y conformidad ante los tristes designios del destino. A otro lado del lecho estaba Andrés Cabrera, marqués de Moya, al que se le unió su esposa Beatriz de Bobadilla después de guiarme hasta allí. Siempre habían sido sus más fieles sumisos y grandes amigos, la marquesa desde su infancia. A los pies de la cama estaba el arzobispo de Toledo, primado de España, acompañado de dos nobles. Al lado de la cama estaba él, con el rostro hundido y los pies apoyados en un lujoso cojín. Ni la cabeza levantó. El momento no se prestaba para protocolos ni reverencias. Al lado de él, de pie, estaba una de las damas de ella. ¡Ella! Se hallaba tendida en la cama cubierta con dosel y el escudo de armas de la tierra de la que era dueña y señora. Su cabeza descansaba, descolgada, en varios almohadones lujosos bien acomodados para su descanso. La tenía cubierta con su característico velo blanco agarrado al pecho por la cruz de la orden de Santiago. Las fuerzas parecían haberla abandonado, las pequeñas heridas de su ojeroso rostro daban buena muestra de lo que se avecinaba. Las manos le temblaban reposando sobre su abdomen y su respiración era apurada, pero sin fuerzas. A gritos su alma estaba luchando por liberarse de su cuerpo. Tenía la frente llena de gotas de sudor que le provocaban aquellas fiebres que no daban su brazo a torcer humedeciéndole el velo que le cubría la cabeza. El olor a enfermedad reinaba en los aposentos cuanto más me acercaba a aquel lujoso lecho de muerte. Por la cara de la marquesa de Moya corrían silenciosas lágrimas envueltas en el murmullo de los rezos que llegaban del exterior.

A un lado había una silla y un pupitre en el que me dispuse para comenzar con mi tarea. Una vez sentado la miré. Me parecía imposible que alguna palabra pudiera salir de su boca. Y yo, como escribano que era, solo podía dejar constancia sobre el papel lo que ella me dictase.
Solo dios sabía cuanto tiempo tomaría aquello y si se podría llevar a cabo hasta el final viendo el estado en que se encontraba. Sus ojos estaban cerrados y parecía que no volverían a ver la luz. Su respiración entrecortada se hacía oír. Una respiración profunda y ruidosa pero costosa al mismo tiempo. Atrás quedaba aquella importante mujer con fuerza y valentía que había dado paso a una figura débil e impotente ante la enfermedad.

En un momento de leve energía abrió los ojos vagamente y susurró algo que solo el Rey pudo escuchar. Se acercó a ella con cariño y puso atención. Luego se dirigió a mí y me dijo:

- Podéis prepararlo todo.

Y se volvió a sentar bien en la silla con su pose triste y abatida. Ella enderezó la cabeza con dificultad entre los almohadones y estiró levemente una mano indicándome que empezase a escribir las palabras que con mucha dificultad empezaban a salir de su boca.

“Yo, Doña Isabel, Reina, estoy preparada para morir. Estando enferma de mi cuerpo, de la enfermedad que Dios me quiso dar, creyendo y confesando firmemente todo lo que la Santa Madre Iglesia católica de Roma cree, confiesa y predica, recibo la muerte como un don singular y excelente de la mano del Señor. Y después de vivir y morir en esta santa fe católica, proclamo mi carta de testamento y postrimera voluntad…” 

Las palabras de la más católica reina de la cristiandad eran débiles y casi inaudibles, pero llevaban una buena cadencia que no dejaban que mi pluma tuviese casi tiempo de visitar el tintero para recoger lo que sería un documento de gran valor.

Una vez acabado no pude dejar de sentir compasión por la mujer que agonizaba en el lecho de muerte y que a duras penas daba firmado el testamento que yo acababa de transcribir con la firma de:

Yo, la Reina.

Enrollé el pergamino y la miré por última vez. Luego salí de aquella habitación donde la muerte se estaba aposentando, abandonando el castillo y esperando a que las campanas anunciasen lo que ya era un hecho.